miércoles, 23 de diciembre de 2009

Hablemos de ellos

Mi marido es un gran padre. Ayuda ene. Alguien alguna vez le dijo que era el Roger Federer de los padres... es posible. Levanta a las cabras chicas para ir al colegio, las cambia, por las noches las baña. Digamos pobrecito que mucha opción no tenía. Con una auténtica mala madre como coequiper, o aperraba o las pobres niñitas quedaban a la deriva.

No me quejo. Bueno, un poco sí me quejo. Es que encuentro que es fácil: hace un esfuerzo en la mañana, luego se va a la oficina, ¡y chao! Hasta la noche no vuelve a ver a las niñitas. Hace vida de adulto: a menos que a él se le derrame bebida sus camisas siguen blancas al final del día, cuando sale lleva únicamente su portafolios, y hasta se da el lujo de manejar un auto con dos puertas. Total, va siempre solo, escuchando la música que a él le tinca y sin nadie que le pregunte cuánto falta para llegar, aún antes del salir del estacionamiento.

Y ni hablar de los viajes de trabajo. Yo no me creo eso de que terminan agotados. ¿Agotados de qué? Reuniones, call conferences, almuerzos. Lo que quieran, pero no me digan que todo eso es más cansador que quedarse en la casa cual madre soltera... mientras el señor hace la fila de embarque preferente. La Luli está acostumbrada, pobre. Le sobran millas pero le falta un marido siete días cada mes y medio, más menos. ¡No se vale!

Y más encima ahora en vacaciones lo encuentro atroz. ¿Qué es eso de hacer viajar a los maridos cuando no hay clases? Malísimo. Debería estar prohibido por Ley que las empresas emitan tickets aéreos de diciembre a marzo. A menos que nos incluyan.

Como sea. No se depilan, no se indisponen, no van a las convivencias escolares, no dedican media hora cada mañana a disimular ojeras y arrugas, no tienen celulitis. Y, encima, dicen que están agotados. Quién no escuchó alguna vez a su marido decir: “Si quieres te cambio, yo me quedo en la casa y tú tomas mi puesto”. Ingenuos. De verdad creen que su pega es más cansadora que la nuestra.

Y en verano, cuando la mayoría cobra bonos, aguinaldos o como se llame el beneficio, a nosotras se nos duplica la carga horaria, por el mismo precio.

Los hombres de hoy no son como los de antes. Lo bueno es que los de ahora cambian pañales. Lo malo, que llegan siempre tarde y viajan cada vez más seguido.

Por eso este post es tan corto. ¡Ni tiempo para escribir queda!

lunes, 14 de diciembre de 2009

Vacaciones

Lo que sigue es un poco escatológico, así que si alguien lo prefiere puede saltearse el párrafo.

Me dieron ganas de ir al baño. Caminé a mi cuarto, cerré la puerta y me senté en el water. Primero entró la Malena al grito de “papel, papel”. Agarró el rollo de confort y empezó a separarme las piernas. Me resistí, obvio, así que se tiró al piso y empezó a llorar. En ese momento entró la Sol: “¿Qué haces mamita?”, dijo. “Y a ti qué te parece que hago sentada en el baño”, le contesté. “Y yo qué sé, ¿Pichi o caca?”, retrucó.

Empezaron las vacaciones. Y yo no puedo ni mear tranquila .

Tener a los cabros chicos en la casa es, al menos para mí, algo realmente terrible. Y no porque no sepa cómo entretener a las niñas, sino porque simplemente no me interesa hacerlo. No tengo vocación docente, no tengo vocación de esas tías que animan cumpleaños... no es que no tenga vocación de madre pero, sabemos, tengo mis limitaciones. Sobre todo a nivel paciencia.

Tengo la cabeza al borde de la explosión. Las voces agudas y los llantos incesantes me perforaron el cerebro las últimas 14 horas. Y siguen, y siguen, y siguen...

Es en este minuto cuando me pregunto en qué estaba pensando cuando cedí ante la presión social. “Tus hijas te necesitan, no puedes estar trabajando todos los días hasta tan tarde”. Si no fuese porque me consta que soy abstemia, hubiese jurado que estaba borracha cuando fui a renunciarle al CEO de la editorial.

Jaja, todavía me acuerdo. Le golpeé la puerta, le dije que necesitaba hablarle, que sentía que había cumplido un ciclo y que ya no era feliz en ese lugar porque creía que en esas condiciones le estaba fallando a mi familia. Él me miró y, con su falso acento español (es de esos argentinos que vivieron un par de años en Madrid y ahora hablan de vosotros), me dijo que no podía ir en contra de mis convicciones, pero que lo pensara, que lo hablara con mi editora.

Recuerdo el final de la historia y lloro.... buahhhhhh

Esas sí que eran vacaciones. Me iba a las 11, volvía entre las 19 y las 21 hs según el día, comía conversando con personas adultas y hasta podía fumar en paz con mi amiga Josefina. La única vez que mi hija me vio con un cigarrillo en la mano (y ni siquiera era mío) alegó: “vos sos tonta o te querés morir y que yo me quede sin mamá para toda mi vida”. Nada puedo hacer sola en estas falsas vacaciones. Ir al súper les parece fascinante y acompañarme a la manicure es el mejor panorama.

Para peor, ya no usan el uniforme así que la pataleta mañanera será rutina los próximos noventa días. Que el vestido rayado le molesta, que usar shorts es incómodo, que la ropa de cambio, que las chalas se le salen, que el gorro lo arruina el peinado, que el traje de baño tiene que ser sí o sí bikini. Etcétera, etcétera, etcétera.

Las vacaciones son vacaciones para las maestras. Son vacaciones para los choferes de buses. Son vacaciones para los que trabajan sacando fotocopias, para los que venden mochilas, o los que montan el puestito de dulces en la puerta del colegio. Pero no para nosotras. Una madre en verano tiene más pega que cualquier ingeniero comercial en temporada de resultados y balances. ¡Al menos ellos pueden ir a mear tranquilos!

Y para colmo típico que los maridos llegan a la casa, nos ven con la cara larga y los pelos revueltos y le preguntan a los niños: “qué tal el primer día de vacaciones”. Y una se los quiere comer crudos a ambos.

Estoy agotada. ¡Yo necesito clases!

jueves, 10 de diciembre de 2009

Minas

Lloraba como si se hubiese muerto alguien. No paraba. Desconsolada estaba mi hija en ese minuto. Lo primero que hice fue cargarla y mirarla detenidamente, para ver si se tenía sangre, o algún hueso fuera de lugar. Pero no, estaba sanita.

“Qué te pasó” le pregunté. No había caso, lloraba tanto que las palabras no le salían. Mi intuición me dijo que no era nada grave, pero tampoco daba para tenerla ahí como una Magdalena en medio del cumpleaños del Javi. Así que la abracé fuerte, le conseguí un vaso de coca normal, unas frutillas gigantes con azúcar y logré que se tranquilizara: “Es que la Nicole me manchó con helado la polera nueva que me regaló el papiiiiiiiiiiiii”. “Y lo hizo con quererrrrrrrrrrrr”.

Son minas. Tienen dos, cinco, siete u once años pero ya se ve. Son tan minas como nosotras. Sólo les falta experiencia. No se indisponen, pero da lo mismo. Las hormonas han comenzado a andar.

Los hombres con una pelota están listos. Blue jeans o shorts les da igual. Ellas no. Nada que ver. Hasta ven diferencia entre faldas y vestidos.

Conozco una niñita de segundo básico que cada mañana, religiosamente, llora frente al espejo cuando se ve con el uniforme del colegio. Si fuese por ella, se anudaría el polerón con un colet en la espalda para que le quede bien ajustado y cambiaría los pantalones por pitillos. Mi Sol se levanta cuarenta minutos antes de entrar a clases. En cinco se viste, toma el desayuno y se lava los dientes. Y en los otros 35 se peina, o me vuelve loca para que yo lo haga. “Quiero cuatro trenzas que formen una corona y abajo moños”. Ni cagando. Un cintillo, un pinche, y al auto.

El domingo fui con unos amigos a la piscina. Los hombres corrían de un lado al otro inflando bombitas y tirándose de piquero. Las niñitas apenas si metían el dedo gordo en el agua. “Es que está fría”. 30 grados hizo el domingo... Minas.

¿Habremos sido igual de pesadas nosotras a su edad? Mi mamá dice que sí. Me acuerdo una vez (hará al menos 25 años pero tengo el recuerdo intacto), me porté tan mal que me obligó a salir de la casa con dos colets bajísimas, casi en la nuca. Y otra vez que viajamos al interior de la Argentina para la fiesta de 15 de una prima, me castigó poniéndome un conjunto de raso blanco de pantalón y chaqueta. Todas las niñitas de mi edad volaban dentro de sus vestidos de tul y puntillas. Y yo ahí, vestidita de hombre. Nunca se lo perdoné. ¡Y nunca lo haré!

Hace poco me pasó algo parecido. Sol tenía una fiesta y le separé unas patas negras con una musculosa animal print que encontré topísima. “Mamá, porfi, hoy puedo no vestirme ni de negro ni de blanco ni de gris”. Mi vida... yo pretendo una Charlie Angel y ella sólo quiere ser Sarah Kay...

Con los hombres estas cosas no pasan. Lo peor es que los marketineros lo saben. Por eso cuando entras a cualquier multitienda hay cinco percheros de niñita por cada uno de hombre, y cien modelos de bebés que lloran por cada cinco de Hot Wheels. Y lo mismo en la farmacia: hay parche curita de Hannah, Princesas, Barbie, Kitty, Frutillita. Para ellos Spiderman y, a lo sumo, Bob Esponja. ¿Es justo? No, no lo es.

Vengo de cenar con unas amigas. Estuvimos hablando sobre los regalos de Pascuas. Pistolas de agua, botes inflables, pelotas de fútbol. Para ellos nada supera los $6990 y quedan felices. Ahora, la casa de los Pet shops, el bebé que estornuda y los patines en línea no bajan de las 20 lucas. ¡Y eso pagando con la tarjeta Más o CMR que encima no me dan por extranjera! (Malditas multitiendas nacionalistas. Ni para la Presto califico...).

En síntesis: o me voy de excursión a Meigs o me gasto las 20 lucas.

Minas. Ellas y nosotras. ¿O de verdad pensamos que una pistola de agua no es la raja para cualquiera? El cuento del huevo y la gallina. ¿Quién nació primero, el capricho de las niñitas o el nuestro?

Y ahí están ellos, los padres. Los eternos enamorados de las demandantes señoritas de metro y tanto. Las ven maquillarse con nuestras pinturas y dejar la embarrada, hacer berrinche por una falda con menos volados de los necesarios, y nada. “Son minas”, se ríen y nos mirano como diciendo “y qué quieres si tú eres igual”.

Ser mamá de mujeres es harto más complicado. El único consuelo es que más tarde o más temprano, por más cagadas que nos hayamos mandado, por más colet en la nuca, trajecitos blancos o platos inmensos de porotos verdes, son ellas (o en su defecto las nueras) y no los hombres tan felices con sus poleras aburridas, quienes se ocuparán de nosotras. Es la ley de la vida; la ley del estrógeno.

Cabeza retorcida la mía. Cabeza de mina, bah.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Las otras

La Tere se compró una casa y le quedó divina. Tiene sillones blancos de lino. Total, no hay quien los manche. La Ximena se va el miércoles a Nueva Zelanda. Dos meses va a estar en la otra punta del mapa, paseando. Denise vive en Boston y pololea con un prestigioso profesor de Harvard. Permanentemente a él lo invitan a viajar por el mundo para dar charlas. Ella acumula días de vacaciones en la pega y lo acompaña a los cinco continentes, viajando en business. La Jose es capaz de gastar la mitad de su sueldo en cuatro pares de zapatos. No gana poco, pero no lo puede evitar.

Estas mujeres existen, son reales, yo las conozco y son de mi edad. Tienen las pechugas paradas y la guata sin estrías. No tienen hijos, hacen lo que quieren cuando quieren y como quieren. Tienen en el refrigerador únicamente un par de yogures, queso descremado, milanesas de soya y coca light. Y yo muero de envidia. Mentiría si dijera que mi envidia es positiva e inocente. Entre nos, deseo que todas se queden embarazadas para reírme once meses seguidos: los tres de los vómitos, los seis de la transformación de mujer a muñeco michelin, y los dos de las 24 horas sin dormir. ¡Y que les toquen mellizos!

Dice el saber popular que el jardín de al lado siempre se ve más verde. Yo más que verde lo veo floreciente, divino, lleno de cascadas, mariposas y palmeras. El mío, en cambio, lo veo con yuyos y hormigas. Pero bueh, es lo que hay.

La cuestión es que la maternidad, se ejerza como se ejerza, va marcando las relaciones de las mujeres. Es muy raro que dos íntimas amigas de la infancia puedan mantener la unión en el tiempo si una tiene hijos y la otra no. Pasa en todos los grupos. Pasó en el mío. De repente todas nos casamos, y la que andaba soltera dejó de venir a nuestros panoramas. Primero porque se aburría, y después porque ya no la invitábamos. Y ni hablar cuando empezaron a llegar las guaguas. ¿De qué íbamos a hablar con ella? Ya sabemos que todas las primerizas somos monotemáticas... Ella quería hablar de sexo. A nosotras el único sexo que nos interesaba era el del futuro bebé.

En aquél momento sentía un poco de lástima por mi amiga. Pobre, todas felices con nuestras panzas enormes, comprando ajuares, y ella yendo del gimnasio al boliche. Ahora, obvio, es al revés. Nosotras corremos entre la pega, el colegio, la casa y los cumpleaños. Y ella va de la pega a la peluquería y de la peluquería al after office. Deluxe.

Hoy me encontré con una co-apoderada del colegio y me pidió que le dedicara un post a cómo nos queda el cuerpo después del tercer hijo. No sé qué diferencia habrá con tres. ¡A mí con la primera ya me quedó la cagada! A las otras, en cambio, nada se les ha corrido de lugar. Usan push up por costumbre, pero no por necesidad.

La cuestión es que después de los treintitantos es más fácil identificar a una mujer sin hijos que a un perro con dos colas. Pa partir, llevan carteras más pequeñas. Nosotras venimos ya acostumbradas a los enormes bolsos de maternidad. Ellas tienen el cuerpo que nosotras solíamos tener. Y lo más chistoso: ellas no se mecen de un lado al otro cuando esperan en una esquina. Nosotras, como si tuviésemos la guagua a upa, no podemos quedarnos quietas. Se los prometo, puede que no se hayan dado cuenta, pero después de tener hijos y por un período de al menos tres años perdemos la capacidad de permanecer completamente inmóviles frente a un semáforo.

La distancia entre dos mujeres de la misma edad, una con y otra sin hijos, es enorme. Por suerte para las amigas que hoy se lamentan estar alejadas de quién fue su compañera de banco los últimos cinco años de colegio, esto se revierte apenas la otra queda embarazada. O cuando una se separa y necesita alguien que sepa dónde está la diversión, más allá del Mampato...

Sé que varias de ustedes aún no incursionan en este resbalín emocional que es la maternidad. Hasta sé de una que le ha impreso el post del reloj biológico a su madre para que deje de preguntarle cuándo la iba a hacer abuela.

No es mi intención desalentarlas, sino alertarlas. Nosotras ya no podemos hacer nada para volver al equipo de las pechugas paradas. Ustedes en cambio están a tiempo de evitar que la ley de gravedad se apodere de cada centímetro de su cuerpo. Después no digan que no les avisé.

Y nosotras... sí, estamos fregadas.

Pero ojo, cuando todas estas gallas que hoy se ríen de nuestra desgracia estén pariendo, nosotras vamos a tener a los cabros chicos en la Universidad. Habrá otras preocupaciones, pero nada será tan agotador como la primera infancia.

Problema de las otras, ja.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Diente x diente

Las apariencias engañan. No lo inventé yo, pero sí lo comprobé. A mi hija se le cayó un diente. Y entendí que el diente no es el diente, sino lo que representa: está creciendo demasiado rápido. No me gusta nada. De hecho ahora odio los dientes. Mataría a todos los dientes.

Que ella esté creciendo implica, necesariamente, que yo estoy envejeciendo. Pero no es eso lo que me carga. Me incomoda verla grande. Así como así. Hoy se le cae el diente, mañana necesita sostén y pasado me pide que la acompañe al ginecólogo. ¡No way!

¿Y para qué dejé mi trabajo? ¿Ahora que está grande no puede arreglarse sola? Si puede administrar la plata del Ratón Pérez que se encargue de sus colaciones... Cierto que tengo otra... sí ,otra a la que también se le van a caer los dientes. ¿Habrá llegado el momento de volver a internarme en una redacción?

By the way, consejo a las que lo están pensando: no, de ninguna manera. Agoten instancias antes de mandar el telegrama de renuncia. Ustedes creen que sus hijos las quieren full time en casa, pero ellos prefieren jugar a la Play, pintar, armar puzzles, invitar amigos y cualquier otra cosa que, por lo general, no nos incluye. Es bueno que, como dice Noelia, nos vean interesarnos por otras cosas. “Mirar más allá”, tener otras inquietudes.

Cacharon que ahora como que todo pasa más rápido. En prekinder se les cae el diente, a los 10 se indisponen y a los 15 se quieren operar las pechugas. Y con los hombres es igual. A los cinco manejan la Wii mejor que sus papás y a los 17 manejan el auto mejor que los papás. Da lo mismo.

Dicen las que tienen niños más grandes que a más años, más problemas. La Cata contaba la otra vez que a su hija ahora está con eso de “me dejan de lado” o “están hablando de mí”. Y no me acuerdo quién decía que su hijo de nueve “tiene que hacer horas extras de tarea en el colegio porque la profesora lo pescó hablando por celular”.

Una amiga andaba preocupada hoy porque su cabro de diez acaba de volver de un campamento y, dicen, los niños hicieron estragos. Que se pasearon en calzoncillos por las calles, que a uno le botaron el bolso entero a un tacho de esos enormes de reciclaje, que el hijo de no se quién anduvo sacando fotos comprometidas y las van a subir a la Web... Todo parece indicar que es cierto. Que los problemas crecen de manera directamente proporcional a la edad.

En Argentina me tocó por pega presenciar varias veces las charlas del psicólogo Miguel Espeche sobre los hijos, la crianza y los límites. Él decía que uno de los momentos más importantes en la vida de todo padre es al quitar las rueditas de la bicicleta. Mientras andan con ruedas, uno siente que tiene el control. Ellos van despacio, y podemos seguirlos de cerca. Al quitar las ruedas el niño gana velocidad. Puede ir hacia un lado, hacia el otro, caerse y hasta lastimarse. Es ahí cuando los vemos grandes, y tenemos que confiar en el trabajo que hemos hecho, porque ya no podemos andar pegados.

A mí el diente se me transformó en las rueditas de la bici. Siento que ya está. Creció. Y aunque todavía queda un larguíiiiiiiiiiiiiisimo camino por recorrer, hay un tramo que se cerró para siempre. La niñita que se acomodaba en mi pecho ahora calza 31. Esa gordita llena de rizos dorados, que vivía comiendo galletas dulces, se ha estilizado y juega a ser modelo arriba de tacos altos. Y por más que su papá se esmere en fomentar el Edipo ella dice que está enamorada del Nico y que cuando se casen van a vivir un poco en cada país, para que ninguna mamá se ponga triste.

Tres dientes flojos tiene en este momento. Supongo que con cada uno que se caiga iré sumando nostalgia y contradicciones. Aunque como siempre, intento encontrarle el lado positivo a las cosas: lo bueno de que esté grande es que falta menos para que se vaya de la casa... ¡Sí!

martes, 24 de noviembre de 2009

Dos para ti, nada para mí. Tres para ti, nada para mí...

La charla con mi amiga fue más o menos así:
“Al cabro lo invitaron a un cumpleaños deportivo de puros hombres y, cuando llegó, era el único que no tenía polera de fútbol. Desde que llegamos a la casa lo único que hizo fue pedirme que le comprara la bendita polera. Supe que en el Homecenter la vendían a doce lucas, así que partí para allá, pero cuando llegué estaban agotadas. En las tiendas están 30 lucas y no voy a pagar 30 lucas por una polera. Porque tiene que ser la del seleccionado o la de la U. No puede ser cualquiera. Además, ahora que vamos al mundial seguro que la cambian, porque el patrocinador va a cambiar, y después va a querer el modelo nuevo. De ninguna manera voy a comprarle la polera. No por 30 lucas. No puedo decir que sí a todo. No gasto eso para mí, no voy a gastar para los niños que hoy quieren esto y mañana ya lo dejan botado”.

Yo venía de probar una sesión de airbrush tanning para mi nota en revista Paula y parecía recién llegada del Caribe. Mientras mi amiga tomaba café con edulcorante y yo devoraba papas fritas con coca normal, pendiente de que mi bronceado no destiñera mi propia polera, escuché atentamente su reflexión. Sentí que tenía razón. El gasto no se justificaba.

A la mañana siguiente sonó mi celular. “A que no sabes de dónde vengo”. “Sí lo sé, vienes de gastarte 30 lucas en la polera”. Típico!!!! Yo hubiese hecho lo mismo. Lo hice en más de una oportunidad de hecho...

Las invito a hacer un ejercicio: piensen en las últimas diez veces que fueron al mall. ¿En quién gastaron, en ustedes o en los niños? Es que todas somos igual de huevonas hijodependientes.

A mi no me gusta comprar. Me fascina comprar, pero desde que las niñas existen del 100% del dinero que gasto, el 99% lo dedico a ellas. Yo con suerte me regalo una falda, o un zapato de temporada. Para ellas, todo. La más chica tiene al menos 8 modelos de calzado talla 22 y la mayor, si quisiera, podría no repetir el vestuario en todo el verano. Compro cintillos al mayoreo, chalas de casi todos los colores, parkas miles.

He pasado noches sin dormir comprando compulsivamente por Internet vestidos de princesas, disfraces, pijamas, zapatillas con luces, con ruedas, con resortes. De Barney, de Dora, de Blancanieves, de Hannah. No tengo medida. Y si me pidieran una polera de 30 lucas, compraría dos. Por si una se mancha o se pierde.

Psicológicamente hablando debe haber una explicación. ¿Por qué nosotras usamos patas de Patronato y los niños puro babygap?

Como no soy psicóloga mi teoría se basa en el sentido común y la experiencia: ellos mandan. Nos mandan. Aunque no anden levantándonos el dedito para darnos órdenes, son los amos y señores de cada casa. Por eso se merecen lo mejor. Y nosotras las responsables –generalmente inconscientes- de alimentar su (in)necesidad de tenerlo todo. Y más también.

Mi segunda teoría es que tenemos la mente un poco retorcida y usamos a los cabros chicos como Barbies y Kens, total a ellos todo les queda bonito entonces se justifica la inversión. Vestirlos lindos nos hace sentir mejores madres... ¿Eso lo dije o lo pensé?

Como dice la Ximena H, vayamos al callo: levante la mano quién hubiese aguantado una pataleta por una polera de fútbol. Bien.

Ahora levante la mano quién hubiese gastado las 30 lucas. Lo sabía, ¡siempre las malas madres terminamos siendo la mayoría!

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Las auténticas dueñas de casa

Mucama, empleada doméstica, maid, shikse, ishire, baba. Da igual cómo se les diga, todos saben de qué hablo. Aquí se las llama nanas, y lo primero que aprendí al llegar a Santiago es que sería alguien fundamental en mi vida. Más importante que adaptar a las niñas en el colegio, que hacerme de un grupo de amigas, que encontrar pega y acostumbrarme a los chilenos, sería encontrar una nana con buenas recomendaciones.

Partí por lo que me sugirieron: una chilena del Sur, a la que tuve que pagarle el pasaje en bus antes de conocerla. Un desastre. A las niñas ni las pescaba y se tomaba 40 minutos en la mañana para preparar su propio desayuno. Me duró dos semanas. Es que me daba nervios despedirla... tenía tanto carácter que pensé que me podía pegar, así que esperé a que mi mamá viniera de visita para mandarla de vuelta al Sur.

Luego vino el plan B: una parroquia que acoge mujeres recién llegadas del Perú (a la que le interesa después le paso del dato). La dinámica es tan sencilla como macabra. Tú conversas con la Hermana, le dices cuánto estás dispuesta a pagar y luego pasas a una suerte de box, donde hay un confortable sillón y una sillita de porquería separados por un escritorio. Me senté en el sillón y afuera se formó una fila de mujeres. De a una, fueron entrando. Desde la sillita, me contaban sus penas, cuándo habían llegado, si estaban legal o ilegalmente residiendo en Chile, qué experiencia tenían, bla bla bla.

Me tincó una bajita, que hablaba despacio y se notaba nerviosa. Me hizo acordar a Arminda, la mujer que crió a Sol y lo que más extraño de todo lo que dejé en Buenos Aires, con el perdón de la familia.

Cuestión que la monja me insistió para que me llevara a mi candidata a la casa en ese minuto, pero me negué y la cité para la mañana siguiente. Llegó puntual y empezamos la relación con el pie derecho.

Antes de que me diera cuenta, Lili (su documento peruano decía que se llamaba Luz, pero ella me dijo que todos la llamaban Liliana) se transformó en un ser indispensable. Y comprendí que la gente tenía razón. Aquí, el que puede, debe tener al menos una buena nana para poder ser feliz.

La lata es que a los ocho meses me dijo que se volvía a Perú porque la vecina de una vecina de su vecina le había dicho que a su hijo de cuatro años (que había quedado al cuidado de su madre sorda y de sus hermanos mellizos de 13 años, Shakira y Chayan), lo tenían sucio. Y volví a la Parroquia.

Lo que sigue parece el argumento de una película de Woody Allen, pero les juro que pasó: elegí a Blanca y empezó un lunes. Mi idea era que Lili y Blanca convivieran cinco días como para entender la dinámica de la casa, la comida, los horarios.

El martes Blanca me dijo que necesitaba tomarse la tarde para hacer trámites con su esposo antes de empezar a trabajar puerta adentro.
El miércoles me informó que ella no iba a limpiar vidrios, porque la ley dice que no están obligadas a hacerlo.
El jueves a las doce del mediodía le sonó el celular. Cuando cortó me dijo que era el esposo, que estaba cerca de mi casa y la había invitado a almorzar al supermercado de la esquina. Y que como yo total no trabajo y además tenía a Lili, seguro no tendría inconvenientes en darle permiso por esta vez.
El viernes... el viernes obviamente ya estaba despedida.

Ahora mi felicidad se llama Carmen. También es peruana, no tenía ninguna experiencia previa pero cuando la tuve enfrente, yo en el sillón y ella en la sillita, me dio buena vibra.

Seamos honestas. Las nanas son EL tema de conversación entre nosotras. Tengamos o no pareja o hijos, todas tenemos siempre una amiga buscando alguien por hora, puerta afuera o puerta adentro. Vale más el dato de una buena nana que el de un outlet de zapatos. Y nos excita más tener el teléfono de una con harta experiencia que tirar en la mañana. ¿O no?

Conozco una galla que regaló a su perro por una nana que le tenía fobia a los animales. Y me contaron de otra que, tras un divorcio, peleó más por la nana que por el departamento en Pucón. Mi amiga Vero estuvo a punto de perder a Rosa por culpa de una vecina que le ofreció más plata. A los tres días de haber empezado en la nueva casa la Rosita se arrepintió. Si hubiese sido abogado, dentista, periodista, psicóloga o cualquier otra profesión menos importante, seguro la Vero la mandaba al diablo. Pero a las nanas se las perdona. Y encima le aumentó el sueldo y los días libres... ¡Casi que ahora Vero trabaja para Rosa!

Es que, sobre todo para las que tenemos hijos, una buena nana es sinónimo de tener la posibilidad de salir un rato en la tarde sin llevar a los cabros chicos colgando del pantalón. Es poder ir a depilarnos y así y todo tener la comida hecha. Es poder ir a trabajar y saber que alguien va a recibir a los niños a la vuelta del colegio. Sin exagerar, es sinónimo de libertad.

En unas semanas a mi esposo le toca viajar por pega. Mi mamá me llamó para ver si necesitaba que ella viniera a ayudarme. Le dije que no era necesario. Y eso que mi marido ayuda ene. ¿Y si mi Carmencita tuviese que viajar? Supongo que de todas maneras le pagaría el pasaje a mi mamá. Una cosa es vivir sin marido. Otra muy distinta vivir sin nana. O dicho de otro modo: existen muchas más mujeres solteras que mujeres sin ningún tipo de ayuda doméstica. Por algo será...

lunes, 16 de noviembre de 2009

El diablo viste de Mimo

Mi hija Malena es realmente bella. Tiene la piel color mate, los ojos más celestes que he visto en mi vida, una nariz pequeñita, boca perfectamente delineada y unos rulos dorados tan o más hermosos que los de Shirley Temple. Siempre está de buen humor, desde muy guagua duerme toda la noche, es buena para comer y ama bailar.

La lata es que se porta como el hoyo. Desde sus 80 cm de altura enfrenta a todo niño que se le cruce por delante. Hace poco nos encontramos de casualidad con su compañerita Maya, que estaba al cuidado de sus abuelitos, una tía y algunas primas. La Malena fue corriendo hacia ella y todos nos quedamos con la sonrisa congelada, pensando que las dos enanas iban a fundirse en un abrazo. Pero no. Zummm, la mía le regaló un combo y la dejó en el piso ante la mirada atónita de todos, especialmente de la prima mayor, que miró a mi niña como si se tratara de una auténtica amenaza... No la juzgo.

Tan mal se porta Malena que estoy pensando seriamente en mandarme a estampar una polera que diga: “No soy su madre. A mí no me mire”.

A Malena la crié yo. Volví al trabajo cuando tenía cuatro meses y renuncié antes de que cumpliera un año. O sea que lo que aprendió lo aprendió conmigo. ¿Qué hice mal? No sé. Pero evidentemente algo (bastante) falló.

La cuestión es que ahora estoy intentando ponerme más firme con los límites. Sobre todo después de que sus maestras me informaron que resolvieron sentarla en un banquito cuando molesta a los niños. Si vieran las comunicaciones del jardín...

Transcribo:
“Papis, lo que más me gusta es quitarle el chupete a mis compañeros”.
“Papis, por favor mándenme muchos cereales para la colación así no me como los de los demás”.
Y la de ayer: “Papis, mis maestras están muy contentas porque después de dejarme sentada un rato para que me tranquilice, jugué muy bien”.

Los hijos no son todos iguales. Sol, mi hija grande, es pura bondad. Puede pasar tres horas entretenida con un lápiz y un papel. Malena la vuelve loca. Pero ella ni se inmuta. Le arranca los pelos y la otra nada, muda mientras se le va poniendo la cara roja y los ojos le brillan del dolor. Pero jamás le devuelve. Espera a que la suelte y le dice que eso no se hace, que está muy mal, y punto.

Insisto, los hijos no son todos iguales. Ni parecidos. Mis hermanos y yo lo único que tenemos en común es el apellido. Y hace poco me enteré que el medio hermano menor de Obama vive en uno de los barrios más pobres de Nairobi, con menos de un dólar al día. Seguramente nunca llegue a Presidente.

Supongo que no soy la única que a veces se pregunta por qué sus hijas son como son. ¿Será porque Sol pasó más tiempo con la Nana y ella era mejor madre que yo? ¿Será porque tenía a sus abuelas y bisabuelas estimulándola 24x7 mientras yo me quemaba las pestañas en la redacción, y Malena sólo tiene a quien escribe? ¿Será porque soy demasiado laxa y me divierto cuando la veo salir disparada como un cohete cuando quita un chupete que no le pertenece, en lugar de sentarla a reflexionar o llevarla al analista antes de cumplir dos años?

No tengo una conclusión al respecto. Blancanieves pasó la noche con siete enanos y su mamá –hasta donde sé- tampoco le dijo nada, ni la juzgó.

Muchísimas madres tienen la responsabilidad de lidiar con cabros que se portan pésimo, o simplemente hacen cosas que preferiríamos evitar. La mayoría, supongo. Aquí he visto reacciones bien diferentes al respecto: desde mamás que consultan psicólogos, neurólogos y gastan hasta lo que no tienen para que finalmente la tomografía computada les diga que no es nada clínico y que con el tiempo pasará, hasta gansas que miran para arriba haciéndose las distraídas cuando el pendejo se manda la embarrada. Yo prefiero pensar que son niños. Que más tarde o más temprano aprenderán a comportarse. No conozco niñitas de seis años que van por la vida empujando amigas...

¿Y si nos relajamos un poco? Padres y maestras, digo. Tengo una amiga con un cabro de seis años que lleva tres pagando consultas y así y todo el colegio la sigue volviendo loca porque molesta a los otros. Que consulte más profesionales, más, más. Y me consta que no es la única. En las reuniones de apoderados se habla de bullying como si se tratara de algo normal, instalado en la agenda escolar. Lo entiendo con niños más grandes, pero ¿¡bullying en jardín?! ¿No será mucho?

En fin, mi conclusión general es bastante sencilla: ningún niño es perfecto.

Pero porsiaca, voy estampando la polera. ¿Malena? ¿Qué Malena? Ni idea che. Yo no la conozco.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Primerizas

Si fuese comerciante, pondría un mall exclusivo para madres primerizas. ¿Han visto que las primerizas compran todo? Libros de autoayuda, cursos de masaje shantala, juguetes didácticos (que salen carísimos y encima a los niños no les divierten porque no tienen luces ni sonido), poleras para dar papa, bolsos gigantes para guardar tres pañales y una muda diminuta, 15 clases de natación (aunque a la tercera la guagua se resfría y abandonan), bolsitas especiales para botar pañales, que la única diferencia que tienen con las del Jumbo es que se pagan...

Las primerizas son consumidoras obsesivas. Y todas son iguales. Creen que saben todo porque se suscribieron al sitio de Internet que les va diciendo mes por mes cómo evoluciona el niño y llaman al pediatra si el sitio en cuestión reza que ya debe gatear y con suerte su hijo se mantiene sentado.

Yo no fui la excepción. Tengo libros sobre primera infancia de todos los colores y tamaños y desperté a mi pediatra más de una vez en la madrugada por cuestiones que hoy me parecen insólitas.

Me acuerdo una vez, cuando Sol tendría cuatro o cinco meses, mientras estaba sentada en el baño ordeñándome con un sacaleche a pila, me puse a leer un libro que terminaba con un capítulo sobre cómo organizar el primer cumpleaños (lo confieso: ¡yo pagué por ese libro!). La chica todavía no comía ni papilla, y yo ya estaba pensando en su festejo.

Llegado el momento contraté un catering de lujo. Vestí las mesas del salón con metros de raso blanco y las envolví con tul morado. Compré una garrafa de gas para que los globos colgaran del techo, le pedí a una diseñadora amiga que me copiara unas tarjetas de invitación de Martha Stewart Kids, y las imprimí con calidad de revista europea en un papel metalizado de 120 gramos. Encargué una torta con todos los personajes de Pooh hechos en mazapán y me estresé como si se tratar de mi matrimonio. O más.

Para el de Malena, en cambio, mandé invitación por email y le pedí al esposo de una compañera de trabajo que tiene confitería que me hiciera dos docenas de sanguchitos en pan de molde, cortados al medio para que rindieran más. La torta la hizo mi hermana, que como repostera es una excelente psicóloga.

Conozco primerizas más y menos estresadas. Tal vez tenga que ver un poco con su modo de ser, y otro poco con el tipo de guagua que les ha tocado en suerte. Los muy llorones tienen mamás más preocupadas y con más sueño. Los menos llorones mamás apenas más relajadas y descansadas. Pero todas, todas, absolutamente todas, comparten esa fascinación de los niños como monotema.

No importa edad, condición social, económica, religión, formación académica ni laboral. Las primerizas sólo hablan de cosas de primerizas: si el pañal rojo es mejor que el verde, que el chupete es una maravilla, que ya tiene seis meses y los cólicos no paran pero el sitio de Internet dice que deberían mermar, que el reflujo, que el curso de gimnasia posparto, que no agarra la mamadera, que si la guata en algún momento va a volver a ser digna de un bikini, que si mejor la sala cuna que queda a la vuelta o el jardín de mejor reputación que queda a cuarenta minutos...

A las madres primerizas les da mal humor que una madre experimentada les diga que se están haciendo demasiado problema por todo, y creen que su niño es más inteligente que la media. Todas creen lo mismo. Todas lo creímos (y lo creemos).

Lo que pasa es que a medida que pasan los años y reincidimos con uno, dos, o más hijos, nos vamos dando cuenta que por más esfuerzo que hagamos hay un momento en el cual los niños empiezan a hacer lo que ellos tienen ganas de hacer. Más allá de lo que nosotras queramos. No les importa que el curso de natación esté pagado hasta fin de año. Ahora quieren gimnasia artística porque la amiguita del curso se anotó en la gimnasia y no hay manera de ponerles el traje de baño. Yo intenté –siempre tan pedagógica- sobornarla con un bikini nuevo, flúo, lleno de estrellas, pero tampoco funcionó.

Y un buen día decidimos que está bien. Que ya crecieron y tienen derecho a opinar. Entendemos que es momento de guiarlos, pero también de dejarlos ser. Y que lo que mejor podemos hacer por ellos no es llevarlos de la mano, sino estar cerca por si nos necesitan.

O darles un celular, y que cualquier cosa nos llamen. Da lo mismo, ¿no?

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Las Carolinas

Mi amiga Carolina me escribió: “Muy gracioso el blogspot. Ya voy a hacer el mío para contrarrestar tus opiniones y vamos a ver quien tiene más fans... Aguante ser mama full time!!!!! Besos, te dejo que voy a cambiar pañales con caca!!!!!”

Ella tiene 30 años, es linda y delgada. Tiene un niño de 2 años, una mujer de un año y espera su tercera guagua para enero. Guarda su título de abogado en algún rincón de la bodega y no le molesta.

Mi amiga es mi ídola. Pero no porque pasa las 24 horas del día con sus niños, sino porque se la ve feliz con ellos. Y eso que en su casa hay un LCD de 42 pulgadas justo frente a la cama y otro un poco más pequeño en el escritorio. O sea, podría mirar tele hasta la madrugada en lugar de andar teniendo un hijo por año... Pero no, ella elige poblar el mundo.

Es gracias a las cientos de Carolinas que existen que nosotras, las malas madres, muchas veces nos sentimos una basura. Al menos yo más de una vez inventé que tenía reuniones de trabajo para llegar más tarde a la casa. Ellas, en cambio, van del living a la terraza y de la terraza al dormitorio con una sonrisa (y los chicos en brazos). Siempre tienen las manos prolijas, saben caminar con tacos altos y encima les gusta almorzar ensalada. Jamás se comerían un buen sandwich, de esos que chorrean mayo por todos los lados.

De verdad admiro a las Carolinas. Aunque agradezco no haber nacido con su capacidad y paciencia.

Si ser madre es algo que se aprende, se ve que la Caro y yo elegimos diferentes universidades. Por suerte para ambas.

jueves, 29 de octubre de 2009

De tareas y manicuras

Yo ya fui al colegio. Ya aprendí a leer. Ya sufrí con las matemáticas. Ya reprobé y ya recuperé Ciencias Naturales. ¿Por qué las maestras de mi hija se empeñan en hacerme repetir lo que ya se? ¿Por qué le dan tareas que solamente puede hacer si me paso toda la tarde al lado de ella? Insisto: yo ya fui al colegio. ¿Y las mamás que trabajan cómo hacen? ¿Se quedan hasta cualquier hora para cumplir? ¡no es justo!

Nos toca investigar sobre las chinitas. Cómo nacen. Cómo se reproducen. Cómo se alimentan. Cómo viven. Nada me importa menos que las chinitas, pero para el jueves tenemos que hacer láminas y maquetas.

Me siento en el computador y googleo “ladybug”. Tengo la sensación de que siempre hay más material en inglés. No me equivoco. Hay exactamente 4.730.000 sitios sobre las chinitas.

En veinte minutos termino la investigación. Imprimo, recorto, pego. Unas tres horas más tarde la lámina y la maqueta están listas para que mi hija pueda hacer su disertación. “Quedó casi perfecta. Es como muy blanca... no puedes ponerle escarcha dorada para que quede como la del Mauricio. Y al árbol podrías ponerle ramitas de verdad. Porfiiiii”, me dice mi niña mientras sigue jugando con sus pet shops. Trago saliva. OK, le ponemos escarcha y ramitas. “Gracias mamita, eres la mejor”, dice, sin dejar de jugar.

¿No se supone que las tareas son para los niños? ¿Alguna vez alguien vio una lámina escrita con caligrafía infantil? ¿O una maqueta de kinder que pareciera hecha por un chico de seis?

Tengo una teoría: pienso que se trata de una venganza encubierta de las educadoras porque deben pasar todo el día rodeadas de cabros chicos y ni ellas los soportan, más allá de su incuestionable y admirable vocación.

Ellas eligieron su profesión. Ahora, que se hagan cargo. ¡Pero a mí que no me jodan! Y si me van a hacer trabajar, que me digan dónde presento mi boleta de honorarios... O mínimo me paguen la manicura, porque típico que después de tanta manualidad, las uñas terminan a la miseria...

martes, 20 de octubre de 2009

El reloj biológico

El reloj biológico está de moda. Ahora, todo pasa por el reloj biológico. Tienes que empezar con las cremas antiarrugas antes de que el reloj biológico marque que ya es irreversible, hay que ascender en el trabajo antes de que el reloj biológico indique que mejor una lolita recién recibida que cobra menos y tiene más entusiasmo, y por supuesto debes tener hijos antes de que el reloj biológico se quede sin pilas.

Pues bien, no sé en qué andaba yo por el año 2004, pero a mí nadie me había hablado del reloj biológico, y quedé embarazada con dulces 26 años.

Cinco años más tarde, ya con dos hijas, me siento en la obligación moral de alertar sobre esta cuestión a todas las mujeres –especialmente a mis nuevas amigas Marcela y Luiza-: escuchen a su reloj biológico, hasta que él no les avise que queda poco rato, ¡no tengan hijos!

No. No soy una madre arrepentida de su maternidad. Soy tan solo una humilde mamá joven enamorada de sus hijas... que podría haber esperado un par de años antes de conocerlas.

Como si Cenicienta se hubiese ido del baile un cuarto para las once. ¿Por qué?, si el Hada Madrina le dijo que tenía tiempo hasta las doce. ¿Para qué perderse, a voluntad, los últimos 75 minutos de la fiesta (que encima siempre suelen ser los mejores)? Esto es igual.

No escuchen a sus amigas con niños pequeños, esas que están orgullosas después de cada reunión de apoderados, concierto de flauta y competencia intercolegial. Escuchen a las otras, a las que acaban de llegar de New York y se compraron todo lo que estaba on sale, recorrieron China Town y a la noche fueron al teatro.

Háganme caso, ya habrá tiempo para las reuniones de colegio, los conciertos y las competencias. Pero si se adelantan al reloj biológico, créanme, se hace casi imposible escapar a Manhattan. A lo sumo, un fin de semana a Atacama. Y el paisaje será divino, pero no es lo mismo...

miércoles, 14 de octubre de 2009

Lo malo de ser la mejor

Me gustaba más cuando me querían menos. Suena ridículo, me consta, pero esta sensación de ser lo más importante en la vida de alguien es demasiada responsabilidad para alguien tan irresponsable como yo.

Un día, por pura casualidad, me topé con mi hija mayor que estaba en una actividad con sus maestras y compañeros. Estaban jugando a elegir entre dos opciones: “Papas fritas o helado de chocolate”, “Color rosa o naranjo”, “Avión o cohete”. Puras huevadas. Hasta que una de las profesoras dijo: “Mamá o papá” y mi princesita gritó “papáaaaaaaaaaa”.

Fue genial. En ese minuto supe que yo no era su favorita y, de verdad, me sentí liberada.

Ahora pasamos tanto tiempo juntas que no para de decirme que soy la mejor, la más hermosa, la que más quiere, la que mejor la peina, la que la cuida cuando se enferma.
Me agobia. Es mucha presión.

Lo peor es que por más que intento caerme del pedestal, no lo consigo. No me gusta jugar a nada. Detesto leer cuentos e inventar historias. Me aburren las barbies, los ponys, los pet shops, Barney, Hanna, las Princesas y todo el universo infantil. Pero pareciera que a mis niñas no les importa, o no lo notan, o lo disimulan...

Anoche Sol me pidió que antes de dormir le contara “un cuento inventado con opciones”. Y fue más o menos así: “Había una vez una nena que se tenía que ir a dormir. Opción A porque tenía que ir al colegio. Opción B porque al día siguiente era su cumpleaños”. Eligió la B -lógico- así que seguí: “y cuando se levantó fue muy feliz. Listo. Terminó”. Malísimo el cuento. Sin embargo, le encantó. Me dijo que ella quería ser la nena del cuento y se durmió con una sonrisa.

Voy a ver si mañana me sale peor.

jueves, 1 de octubre de 2009

Amorosas, pero indeseables

Hay algo peor que llevar a las niñas a casa a la vuelta del colegio. Llevarlas con amigas.
Amorosas, todas. De buenas familias, educadas, responsables. Máquinas de pedir cosas y más cosas. Tomar once en la terraza, saltar sobre el sillón, pintar en el suelo. Siete modelos distintos de galletas, snacks y cereales. Jugo, gaseosa y agua de la llave. Maquillajes, tacos altos, DVD´s. Y un sinfín de etcéteras.

En Argentina tenía la genial excusa del trabajo. Tantas horas fuera de la casa me impedían ejercer de anfitriona. Aquí, en cambio, soy la que no hace nada. Y, encima, soy la nueva. Así que estoy fregada.

Pensé algunas excusas para utilizar de aquí en adelante:

“No puedo llevarme a tu hija, estoy con visitas de Buenos Aires”
“No puedo llevarme a tu hija, tengo que llevar a la chica al pediatra”
“No puedo llevarme a tu hija, estoy si nana y se me complica”
“No puedo llevarme a tu hija, la invitó a jugar una amiga que no es del colegio”
“No puedo llevarme a tu hija, estoy indispuesta y me siento mal”
“No puedo llevarme a tu hija, me carga tener más pendejas en casa” No, creo que esta no va.

Se aceptan sugerencias.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Peluquería y autoestima, una dupla peligrosa

Hace poco me recomendaron una peluquería muy cool. Carola, mi estilista, realmente tenía onda. Nos pusimos a conversar y enseguida me preguntó: “Y tú qué haces”. No dudé ni un segundo; “nada, le contesté. No hago nada”.

A ella qué le importa que me levanté a las 6 de la mañana a calentar la leche de mi guagua y que antes de las 8 ya estaba en el estacionamiento del Líder esperando que abran para comprar pollo, abrillantador de piso flotante y tinta para la impresora. Nunca se me hubiese ocurrido contarle que al mediodía retiré a mi hija del colegio, almorcé con ella, la ayudé con la tarea y después me vine a cortar el pelo.

En síntesis: mi autoestima está directamente relacionada con el trabajo profesional. Y, como no trabajo, siento que no hago nada. O, dicho de otro modo, ser mamá no es una ocupación digna de mencionar. Al menos no para mí.

Lo curioso es que hablando con otras mujeres he descubierto que no soy la única loca que piensa que las tareas domésticas y/o maternales no son tema interesante de conversación. Según mi investigación de mercado, el mundo se divide en dos clases de mujeres: las que están orgullosas de criar a sus hijos y se lo pasan hablando de los cabros, y las que al menos una vez al mes nos preguntamos si es demasiado tarde para darlos en adopción... Paradojas de la vida moderna: en el 100% de los casos, las que integramos el segundo grupo tenemos título universitario.

Por lo pronto, he decidido no volver a la peluquería.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Todas somos malas madres

Cuando trabajaba diez horas al día y mis hijas se criaban con la nana, yo decía no sentir culpa. De todos modos, renuncié a mi puesto para dedicarme a ellas. Justo cuando había alcanzado el rango jerárquico al que aspiré durante años, me fuí.

Digamos que un poco me dejé influenciar por el mandato social, ese que dice que los niños tienen que estar con sus madres, y otro poco me hice cargo del agotamiento que sentía después de casi ocho años tras el mismo escritorio. Y entonces sentí lástima... ¡lástima por mí! Ya no tendría ni cable a tierra, ni vía de escape, ni oasis intelectual, ni nada. A partir de entonces todo sería puro pañal, puro chupete (la más pequeña tiene un año) y puros porqués (la mayor tiene cinco).

"¿Por qué las princesas nunca cunplen años?"

"¿Por qué las papas fritas de Mc Donald´s no se pueden guardar en el refrigerador?"

"¿Por qué cuando aquí es de noche en China es de día?"

"¿Por qué la cáscara de la manzana sí se come pero la del plátano no se puede?"

"¿Por qué los hombres no se depilan?"

"¿Por qué tú puedes quedarte en casa y papi tiene que trabajar? ¿No puede ser al revés?"

Ni un día aguanté antes de arrepentirme por primera vez. Cuando la guagua ensució su pañal número cinco y terminé de cambiarla me puse a llorar. Y cuando la mayor me hizo su pregunta número trescientos quince miré mi terraza y agradecí haber invertido en la malla de nylon de protección. Si no, creo que me tiraba.

Pero sobreviví. Pasé ese primer día, el segundo, el tercero. Hoy es mi primer cumpleaños como mamá full time y el balance es el siguiente: es el trabajo peor pago, el de menor relación con la autoestima y el más cansador que he tenido. En este tiempo no aprendí a responder ni la mitad de las preguntas, y todavía sigo calentando la mamadera quince segundos demás. No esterilizo los chupetes tan seguido como debería, mi capacidad de paciencia sigue siendo tamaño extra small y al menos veinte veces al día tengo ganas de ir a pedir por favor que me devuelvan mi pega.

Definitivamente no soy una madre ejemplar... ¿alguien sí lo es? Bienvenidas a este espacio de reflexión. Bienvenidas al club.