lunes, 29 de noviembre de 2010

La boda de mi mejor amiga

Mi mejor amiga es argentina. Su pololo también. Ella vive en Nueva York. Él también. Alguien puede decirme, entonces, ¿por qué chucha se casan en Uruguay? Da lo mismo, el tema es que estoy a punto de abordar un avión a Buenos Aires para luego tomar un barco a Colonia y de ahí manejar hasta Carmelo. Demasiado cool para una humilde madre y periodista como yo. Es que mi amiga es así, transpira glamour. Siempre fue igual. Y a mí me encanta que así sea, porque es todo lo que yo no soy. Por eso la quiero tanto.

El cuento es que por primera vez en seis años mi marido y yo vamos a tomarnos unos días juntos lejos de las niñitas. Serán apenas dos noches pero para mí es el evento del siglo. Primero, porque el matrimonio promete ser digno de Hollywood. Sólo para que tengan una idea, tengo que ponerme un vestido que jamás elegí, ni me probé, ni siquiera vi. Pero es el mismo que usaremos todas las damas de honor. ¿Lo peor? Es strapless. O sea: prohibitivo para una ex lactante que no ha recurrido a las prótesis de siliconas. Pero a mi amiga no le importó, sugirió un sostén sin breteles y ya. Veremos cómo resulta… Segundo, porque arrendamos una exquisita habitación en una suerte de hotel boutique a orillas del río.

Internamente tengo un mix de sensaciones. Obviamente, alegría por mi amiga. Me pone muy feliz que finalmente haya encontrado un compañero de ruta. Pero al mismo tiempo me da pena porque es la última soltera, y ya no se me ocurre que otra fiesta tan entretenida pueda tener. También me da un poco de culpa por las niñas. Nosotros durmiendo con el ruido de las olas rompiendo sobre la pared del cuarto y ellas madrugando para ir al colegio. Supongo que por eso nunca antes nos hemos ido solos…
Porque a pesar de todo, soy muy judía en este sentido. Me mata la idea de que algo pueda pasarles mientras nosotros estamos lejos. O sea, se quedan en Santiago con mi santa madre, que puede resolver absolutamente todo mil veces mejor que yo. Pero igual, me da cosita.

¿Y si se cae el avión? ¿Y si nos intoxicamos con las exquisiteces que seguramente sirvan en la fiesta porque nuestros cuerpos no están acostumbrados y entonces no podemos volver luego a Santiago? ¿Y si algo les pasa a ellas? ¿Y si no se quieren bañar y empiezan con pataletas? ¿Y si mi mamá se enferma y se siente pésimo como para cuidarlas? ¿Y si no se enferma pero colapsa a las 24 horas? ¿Y si suspenden los vuelos por alguna huelga de esas que suele haber? ¿Y si hay otro terremoto?

No no no. No puedo autoboicotearme tanto. Si cualquier cosa de esas pasa Dios proveerá. Y si no provee Él proverá alguna amiga o vecina. Porque, pensándolo bien, ¡ni cagando me pierdo el carrete!

lunes, 15 de noviembre de 2010

Hijos enormes. Enormes hijos

Todavía me acuerdo la primera reunión de apoderados justo antes de que Sol empezara el jardín. Estaba emocionada, excitada, feliz, ansiosa. Sentía que ella estaba grande, enorme.

Le compré el uniforme del talle más pequeño y le mandé a hacer doble vasta, porque le quedaba larguísimo. Luché media hora con los tres pelos superrubios que tenía para poder hacerle un moño y le saqué tantas fotos como me permitió la batería de nuestra primera cámara digital de 2.3 megapixeles.

Por su personalidad, creía que no iba a costarle la adaptación. Le costó poco, y me encantó que así fuera. Murió con las tres gallinas que correteaban por el patio del fondo y eso bastó para que me soltara la mano y se fuera con la tía Guada.

La sala tenía una pequeña ventana bien alta, larga pero angosta. Y yo, como las otra mamás, pasaba unos cuantos minutos con la nariz pegada al vidrio tratando de espiar lo que pasaba allí adentro.

Y después todo pasó demasiado rápido. Demasiado.

Dejó el chupete. Dejó los pañales. Dejó la mamadera. Invitó a sus amigas a jugar a la casa. Se quedó a dormir en la casa de Lola. Y de Iara. Y de Flor. Y de Cande. Se fue de excursión. Nació su hermana Malena. Empezó a pololear. Dejó de pololear. Nos mudamos a Chile. Hizo nuevas amigas. Cambió el “Sho soy Sol” por “Io soy la Sol”. Tuvo si primera pijamada. Y, ahora, se gradúa de kinder. Oh my god. Se gradúa de kinder.

Es increíble cómo ha pasado el tiempo. Es increíble cómo hemos crecido todos. Va más allá de qué tipo de madre seamos, cuánto rato le dediquemos a los niños o qué soñemos para ellos el día de mañana. Estos pequeños `hitos` de la vida de nuestros hijos, necesariamente, nos llenan el estómago de mariposas.

Es un post demasiado serio, lo sé. Pero es que al cagó cómo me movilizan estas cuestiones. Sobre todo, imagino, cuando se trata de la hija mayor...

Ayer vi la foto que le tomaron con el birrete (sí, birrete. Too much, pero divertido igual!). Salió tan linda. Es tan linda. Y eso a pesar de la ensalada de dientes gigantes que últimamante le han salido. La verdad, es un sol. Mi Sol. Mi enorme Sol.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Casi cualquier cosa

Basta. Estoy chata de las dos niñitas que sistemáticamente molestan a mi Sol. Que no te sientes aquí, que vete para allá, que tú no puedes jugar, que tu dibujo está feo. Si no me obligase a contar hasta cien cada vez que las escucho molestar a mi princesa mayor, les gritaría hasta dejarlas despeinadas (y sordas).

Las mujeres somos capaces de soportar casi cualquier cosa. Podemos parir bebés enormes, podemos cargar guaguas de 18 kilos desde el auto hasta la cama, podemos soportar la depilación del rebaje con cera caliente y hasta aguantar todo el día comiendo apenas un par de hojas de lechuga. Pero lo que no podemos aguantar es la cara de tristeza de nuestros niños.

Es increíble cómo somos capaces de somatizar y empatizar con estas cuestiones. A mí me duele la guata cada vez que veo en Sol una mueca triste. Me gusta el título de ese libro que dice “Si todo es bullying, nada es bullying”. O sea, entiendo que a los seis años estas son cosas de niños, pero cuando se vuelve sistemático es momento de empezar a prestar más atención…

Lo bueno es que Sol no pesca demasiado. Como que se va a jugar con otras, y ya. Pero me consta que no le da lo mismo, porque en la casa siempre hace algún comentario sobre estas pequeñas “malditas”.

Me pregunto hasta dónde las madres podemos interceder. ¿Podemos decirles a nuestros hijos que las niñas que las molestan son fomes, aguaguadas y que no valen la pena? ¿O es demasiado y sólo tenemos que decirles que no presten atención? ¿Podemos llamar a las otras mamás y pedirles que hablen con sus hijas? Alguien me dijo que eso estaba muy mal visto. Así que mejor no.

Por momentos tengo ganas de convertirme en mosca para estar todo el día revoloteando alrededor de mi hija y evitar que la lastimen. Pero de a ratos entiendo que tiene que crecer y que lo que no la mata, la fortalece. Pero qué no daría una por evitarles sufrimientos innecesarios, ¿no?

Es curioso: aún yo, que en verdad me considero una madre deficiente en varios aspectos, me vuelvo una leona cuando se trata de defender a mis cachorras. Esas dos niñitas no saben con quién se han metido… grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

Por primera vez me siento absolutamente desorientada. Obvio que no puedo andar matoneando a dos pendejas. ¿O sí?