miércoles, 13 de abril de 2011

Mi hija, la ecologista

Hijos chicos problemas chicos. Hijos grandes problemas grandes. Hijos hombres problemas que se solucionan con una pelota de fútbol. Hijas mujeres problemas que se solucionan en terapia. Puta que son complicadas las minas desde siempre. Todavía falta un lustro para que se enfermen y ya se les nota el mal humor, mínimo, una vez cada 28 días.

Se pelean con las amigas con una intensidad que asusta y se toman a título personal cuestiones que nada tienen que ver con la inocencia de la edad que tienen. Entre todas las cosas que preocupan a Sol, mi hija de casi 7 años, lo que más me rompe las pelotas es su “amor por el planeta”.

Convengamos que la ecología está de moda. Pero ahora resulta que todos tenemos que pensar en verde. Y a mí, que pocas cosas me importan menos que salvar el mundo y pocas cosas me gustan más que un buen abrigo de piel, me salió la hija más ecofriendly del mundo.

Por pedido de la Sol tuvimos que comprar hojas de papel reciclado para ocupar en la impresora de casa. Tengo la logia repleta de latitas, botellas y ampolletas que en algún minuto llevaré al punto limpio (pero mientras tanto sólo sirven para acumular mugre) y ni se nos puede ocurrir usar agua demás al lavarnos los dientes porque ella cerrará la llave antes de que podamos empezar con los buches.

O sea, me encantaría tener tres basureros de colores porque lo encuentro cool, no porque me vaya a tomar medio minuto en separar el cartón del vidrio o el plástico. ¿Se entiende?

Era mucho más fácil en nuestra época, cuando podíamos ser irresponsables ecológicos y los problemas con las amigas se solucionaban mágicamente después de 12 horas de sueño. Ahora todo lo tienen que hablar, analizar, juzgar…

El otro día Sol peleó con una compañera porque la vio pisando una hormiga. Se indignó, casi como si la pobre niñita hubiese cometido un asesinato. Lo encuentro una exageración. Está bien que las nuevas generaciones vengan con un chip distinto al nuestro, que sean más conscientes, que aprendan a usar el computador antes de aprender a sonarse la nariz, pero los extremos siempre son malos.

No quiero hacer de esto un manifiesto antiecológico, pero sí permítanme un llamado a la reflexión: si seguimos así después nos van a prohibir usar botas y carteras de cuero, nos van a alegar porque las fuimos a buscar en auto y no en bici a la casa de la amiga que vive en la punta del cerro y se van a alarmar cuando incendiemos el panal de abejas que está cerca de la parrilla para que ningún bicho nos estorbe el asado.

Como madre, he adquirido muchas más capacidades de las que imaginaba. El otro día estuve media hora respondiendo preguntas ridículas de distinta índole sin perder la compostura (“¿Por qué las cajas de cartón no envejecen?” “¿Si no me caso igual puedo ir a la universidad?” “¿Por qué los pobres no trabajan para dejar de ser pobres?”, por sólo citar tres ejemplos), y me siento mucho más capaz que antes. Pero no estoy preparada para convivir con una pequeña activista de Green Peace. ¿Está mal?