lunes, 1 de marzo de 2010

Spa con terremoto

El viernes era el cumpleaños de la Denise y con la Andy partimos las tres a celebrar en un Spa. Yo llevé parte de mi arsenal de cremas y la verdad lo pasamos chancho. Primero nos hicimos una exfoliación y después nos frotamos unas cápsulas con liposomas de cafeína para la celulitis que, hasta el momento, no han funcionado. Nos metimos al sauna, al jacuzzi (aunque apagamos las burbujas para poder conversar sin tanta bulla) y terminamos en el starbucks, con un estado de relajación absoluto. Eso fue como a las siete de la tarde. Nos reencontramos tipin diez para el festejo formal con maridos y pastel y como a la una de la madrugada me acosté a dormir.

Lo que sucedió unas horas más tarde ya lo saben. Lo han sentido tanto como yo y, sino, lo han visto en las noticias. Santiago tembló y tuve el despertar más atroz que haya podido imaginar. El ruido era macabro: sirenas, vidrios rotos, cables echando chispas, gente gritando. Corrimos hacia el cuarto de las niñitas, las cargamos en upa y salimos al parque. Como argentinos no tenemos ningún tipo de conocimiento sobre qué conviene o no conviene hacer en un terremoto y nuestro sentido común nos indicó que, estando en un primer piso, lo más fácil, rápido y seguro era correr al pasto. Ahí estuvimos unos cuantos minutos. Los columpios se movían de un lado al otro, como en una película de terror. Las luces bailaban, los portarretratos caían uno a uno.

Cuando supimos que había pasado, unos cinco minutos después, volvimos a la casa. La oscuridad era absoluta. El miedo, infinito. Acostamos a la Sol y a la Malena en nuestra cama y simulamos descansar, sin cerrar jamás los ojos. Sentí que era capaz de morir de susto. Literalmente hablando.

Nunca, jamás en la vida, me sentí tan impotente frente a algo. Yo, que a pesar de que soy una pésima madre creo que todo lo puedo, no podía hacer nada frente a la violencia de la naturaleza. Podía abrazar a mis hijas, podía refugiarme bajo las estrellas, podía decirles que todo iba a pasar, pero nada dependía de mí.

Empecé a pensar en mi familia. Mis papás recién habían vuelto a Buenos Aires y yo sabía que iban a levantarse temprano. Y mi abuelito, que madruga y lo primero que hace es prender las noticias... esperé que fueran las seis y los llamé por teléfono. Les dije que estábamos bien, para que no se enteraran por la televisión. No sé si estábamos tan bien, pero estábamos vivos, con la casa en pie y eso ya era suficiente.

El sismo fue para mí mucho más que un movimiento de la tierra. Fue un terremoto interno. ¿Cuál es el mayor miedo de una madre? Que le pase algo a un hijo. O peor aún, morir y dejarlos sin mamá y/o papá. Yo experimenté por primera vez en mi vida todas las dudas y temores existenciales. Todavía no lo supero. Cierro los ojos y siento que aún se mueve. Miro las paredes agrietadas y esas grietas se me replican dentro.

La gente está muy nerviosa, y yo no soy precisamente la excepción. Hoy casi mato a una vieja que quiso ponerse delante de mí en la fila del supermercado. Tenía el chango más repleto de todo el Jumbo. ¡Ni cagando! Pero lo peor fue que la vieja que estaba al costado de esa vieja me dijo: “Y tú que eres argentina por qué no te vuelves a tu país y nos dejas de molestar y quitar la comida a los chilenos”. Por un segundo pensé en quedarme callada. Pero luego la miré y le contesté: “Usted no tiene anillo de bodas. Supongo que ese humor es el que uno tiene si llega virgen a los setenta”.

Toda la gente que escuchó se empezó a reír, y a mí me dio mucho gusto. Una señora me felicitó por lo ocurrente y le dijo a las dos viejas que no podían tener tanta porquería en la cabeza. Por supuesto que se fueron para otra fila, y yo pasé mi chango con puros filetes, mantequilla y yogures.

De a poco, supongo que todo irá volviendo a la normalidad. Gracias a D`s por proteger a mi familia y por proteger a todos los amigos que hemos hecho este último año en Chile. Fue muy tranquilizador sentir que no estábamos solos.

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