miércoles, 23 de diciembre de 2009

Hablemos de ellos

Mi marido es un gran padre. Ayuda ene. Alguien alguna vez le dijo que era el Roger Federer de los padres... es posible. Levanta a las cabras chicas para ir al colegio, las cambia, por las noches las baña. Digamos pobrecito que mucha opción no tenía. Con una auténtica mala madre como coequiper, o aperraba o las pobres niñitas quedaban a la deriva.

No me quejo. Bueno, un poco sí me quejo. Es que encuentro que es fácil: hace un esfuerzo en la mañana, luego se va a la oficina, ¡y chao! Hasta la noche no vuelve a ver a las niñitas. Hace vida de adulto: a menos que a él se le derrame bebida sus camisas siguen blancas al final del día, cuando sale lleva únicamente su portafolios, y hasta se da el lujo de manejar un auto con dos puertas. Total, va siempre solo, escuchando la música que a él le tinca y sin nadie que le pregunte cuánto falta para llegar, aún antes del salir del estacionamiento.

Y ni hablar de los viajes de trabajo. Yo no me creo eso de que terminan agotados. ¿Agotados de qué? Reuniones, call conferences, almuerzos. Lo que quieran, pero no me digan que todo eso es más cansador que quedarse en la casa cual madre soltera... mientras el señor hace la fila de embarque preferente. La Luli está acostumbrada, pobre. Le sobran millas pero le falta un marido siete días cada mes y medio, más menos. ¡No se vale!

Y más encima ahora en vacaciones lo encuentro atroz. ¿Qué es eso de hacer viajar a los maridos cuando no hay clases? Malísimo. Debería estar prohibido por Ley que las empresas emitan tickets aéreos de diciembre a marzo. A menos que nos incluyan.

Como sea. No se depilan, no se indisponen, no van a las convivencias escolares, no dedican media hora cada mañana a disimular ojeras y arrugas, no tienen celulitis. Y, encima, dicen que están agotados. Quién no escuchó alguna vez a su marido decir: “Si quieres te cambio, yo me quedo en la casa y tú tomas mi puesto”. Ingenuos. De verdad creen que su pega es más cansadora que la nuestra.

Y en verano, cuando la mayoría cobra bonos, aguinaldos o como se llame el beneficio, a nosotras se nos duplica la carga horaria, por el mismo precio.

Los hombres de hoy no son como los de antes. Lo bueno es que los de ahora cambian pañales. Lo malo, que llegan siempre tarde y viajan cada vez más seguido.

Por eso este post es tan corto. ¡Ni tiempo para escribir queda!

lunes, 14 de diciembre de 2009

Vacaciones

Lo que sigue es un poco escatológico, así que si alguien lo prefiere puede saltearse el párrafo.

Me dieron ganas de ir al baño. Caminé a mi cuarto, cerré la puerta y me senté en el water. Primero entró la Malena al grito de “papel, papel”. Agarró el rollo de confort y empezó a separarme las piernas. Me resistí, obvio, así que se tiró al piso y empezó a llorar. En ese momento entró la Sol: “¿Qué haces mamita?”, dijo. “Y a ti qué te parece que hago sentada en el baño”, le contesté. “Y yo qué sé, ¿Pichi o caca?”, retrucó.

Empezaron las vacaciones. Y yo no puedo ni mear tranquila .

Tener a los cabros chicos en la casa es, al menos para mí, algo realmente terrible. Y no porque no sepa cómo entretener a las niñas, sino porque simplemente no me interesa hacerlo. No tengo vocación docente, no tengo vocación de esas tías que animan cumpleaños... no es que no tenga vocación de madre pero, sabemos, tengo mis limitaciones. Sobre todo a nivel paciencia.

Tengo la cabeza al borde de la explosión. Las voces agudas y los llantos incesantes me perforaron el cerebro las últimas 14 horas. Y siguen, y siguen, y siguen...

Es en este minuto cuando me pregunto en qué estaba pensando cuando cedí ante la presión social. “Tus hijas te necesitan, no puedes estar trabajando todos los días hasta tan tarde”. Si no fuese porque me consta que soy abstemia, hubiese jurado que estaba borracha cuando fui a renunciarle al CEO de la editorial.

Jaja, todavía me acuerdo. Le golpeé la puerta, le dije que necesitaba hablarle, que sentía que había cumplido un ciclo y que ya no era feliz en ese lugar porque creía que en esas condiciones le estaba fallando a mi familia. Él me miró y, con su falso acento español (es de esos argentinos que vivieron un par de años en Madrid y ahora hablan de vosotros), me dijo que no podía ir en contra de mis convicciones, pero que lo pensara, que lo hablara con mi editora.

Recuerdo el final de la historia y lloro.... buahhhhhh

Esas sí que eran vacaciones. Me iba a las 11, volvía entre las 19 y las 21 hs según el día, comía conversando con personas adultas y hasta podía fumar en paz con mi amiga Josefina. La única vez que mi hija me vio con un cigarrillo en la mano (y ni siquiera era mío) alegó: “vos sos tonta o te querés morir y que yo me quede sin mamá para toda mi vida”. Nada puedo hacer sola en estas falsas vacaciones. Ir al súper les parece fascinante y acompañarme a la manicure es el mejor panorama.

Para peor, ya no usan el uniforme así que la pataleta mañanera será rutina los próximos noventa días. Que el vestido rayado le molesta, que usar shorts es incómodo, que la ropa de cambio, que las chalas se le salen, que el gorro lo arruina el peinado, que el traje de baño tiene que ser sí o sí bikini. Etcétera, etcétera, etcétera.

Las vacaciones son vacaciones para las maestras. Son vacaciones para los choferes de buses. Son vacaciones para los que trabajan sacando fotocopias, para los que venden mochilas, o los que montan el puestito de dulces en la puerta del colegio. Pero no para nosotras. Una madre en verano tiene más pega que cualquier ingeniero comercial en temporada de resultados y balances. ¡Al menos ellos pueden ir a mear tranquilos!

Y para colmo típico que los maridos llegan a la casa, nos ven con la cara larga y los pelos revueltos y le preguntan a los niños: “qué tal el primer día de vacaciones”. Y una se los quiere comer crudos a ambos.

Estoy agotada. ¡Yo necesito clases!

jueves, 10 de diciembre de 2009

Minas

Lloraba como si se hubiese muerto alguien. No paraba. Desconsolada estaba mi hija en ese minuto. Lo primero que hice fue cargarla y mirarla detenidamente, para ver si se tenía sangre, o algún hueso fuera de lugar. Pero no, estaba sanita.

“Qué te pasó” le pregunté. No había caso, lloraba tanto que las palabras no le salían. Mi intuición me dijo que no era nada grave, pero tampoco daba para tenerla ahí como una Magdalena en medio del cumpleaños del Javi. Así que la abracé fuerte, le conseguí un vaso de coca normal, unas frutillas gigantes con azúcar y logré que se tranquilizara: “Es que la Nicole me manchó con helado la polera nueva que me regaló el papiiiiiiiiiiiii”. “Y lo hizo con quererrrrrrrrrrrr”.

Son minas. Tienen dos, cinco, siete u once años pero ya se ve. Son tan minas como nosotras. Sólo les falta experiencia. No se indisponen, pero da lo mismo. Las hormonas han comenzado a andar.

Los hombres con una pelota están listos. Blue jeans o shorts les da igual. Ellas no. Nada que ver. Hasta ven diferencia entre faldas y vestidos.

Conozco una niñita de segundo básico que cada mañana, religiosamente, llora frente al espejo cuando se ve con el uniforme del colegio. Si fuese por ella, se anudaría el polerón con un colet en la espalda para que le quede bien ajustado y cambiaría los pantalones por pitillos. Mi Sol se levanta cuarenta minutos antes de entrar a clases. En cinco se viste, toma el desayuno y se lava los dientes. Y en los otros 35 se peina, o me vuelve loca para que yo lo haga. “Quiero cuatro trenzas que formen una corona y abajo moños”. Ni cagando. Un cintillo, un pinche, y al auto.

El domingo fui con unos amigos a la piscina. Los hombres corrían de un lado al otro inflando bombitas y tirándose de piquero. Las niñitas apenas si metían el dedo gordo en el agua. “Es que está fría”. 30 grados hizo el domingo... Minas.

¿Habremos sido igual de pesadas nosotras a su edad? Mi mamá dice que sí. Me acuerdo una vez (hará al menos 25 años pero tengo el recuerdo intacto), me porté tan mal que me obligó a salir de la casa con dos colets bajísimas, casi en la nuca. Y otra vez que viajamos al interior de la Argentina para la fiesta de 15 de una prima, me castigó poniéndome un conjunto de raso blanco de pantalón y chaqueta. Todas las niñitas de mi edad volaban dentro de sus vestidos de tul y puntillas. Y yo ahí, vestidita de hombre. Nunca se lo perdoné. ¡Y nunca lo haré!

Hace poco me pasó algo parecido. Sol tenía una fiesta y le separé unas patas negras con una musculosa animal print que encontré topísima. “Mamá, porfi, hoy puedo no vestirme ni de negro ni de blanco ni de gris”. Mi vida... yo pretendo una Charlie Angel y ella sólo quiere ser Sarah Kay...

Con los hombres estas cosas no pasan. Lo peor es que los marketineros lo saben. Por eso cuando entras a cualquier multitienda hay cinco percheros de niñita por cada uno de hombre, y cien modelos de bebés que lloran por cada cinco de Hot Wheels. Y lo mismo en la farmacia: hay parche curita de Hannah, Princesas, Barbie, Kitty, Frutillita. Para ellos Spiderman y, a lo sumo, Bob Esponja. ¿Es justo? No, no lo es.

Vengo de cenar con unas amigas. Estuvimos hablando sobre los regalos de Pascuas. Pistolas de agua, botes inflables, pelotas de fútbol. Para ellos nada supera los $6990 y quedan felices. Ahora, la casa de los Pet shops, el bebé que estornuda y los patines en línea no bajan de las 20 lucas. ¡Y eso pagando con la tarjeta Más o CMR que encima no me dan por extranjera! (Malditas multitiendas nacionalistas. Ni para la Presto califico...).

En síntesis: o me voy de excursión a Meigs o me gasto las 20 lucas.

Minas. Ellas y nosotras. ¿O de verdad pensamos que una pistola de agua no es la raja para cualquiera? El cuento del huevo y la gallina. ¿Quién nació primero, el capricho de las niñitas o el nuestro?

Y ahí están ellos, los padres. Los eternos enamorados de las demandantes señoritas de metro y tanto. Las ven maquillarse con nuestras pinturas y dejar la embarrada, hacer berrinche por una falda con menos volados de los necesarios, y nada. “Son minas”, se ríen y nos mirano como diciendo “y qué quieres si tú eres igual”.

Ser mamá de mujeres es harto más complicado. El único consuelo es que más tarde o más temprano, por más cagadas que nos hayamos mandado, por más colet en la nuca, trajecitos blancos o platos inmensos de porotos verdes, son ellas (o en su defecto las nueras) y no los hombres tan felices con sus poleras aburridas, quienes se ocuparán de nosotras. Es la ley de la vida; la ley del estrógeno.

Cabeza retorcida la mía. Cabeza de mina, bah.