lunes, 30 de noviembre de 2009

Las otras

La Tere se compró una casa y le quedó divina. Tiene sillones blancos de lino. Total, no hay quien los manche. La Ximena se va el miércoles a Nueva Zelanda. Dos meses va a estar en la otra punta del mapa, paseando. Denise vive en Boston y pololea con un prestigioso profesor de Harvard. Permanentemente a él lo invitan a viajar por el mundo para dar charlas. Ella acumula días de vacaciones en la pega y lo acompaña a los cinco continentes, viajando en business. La Jose es capaz de gastar la mitad de su sueldo en cuatro pares de zapatos. No gana poco, pero no lo puede evitar.

Estas mujeres existen, son reales, yo las conozco y son de mi edad. Tienen las pechugas paradas y la guata sin estrías. No tienen hijos, hacen lo que quieren cuando quieren y como quieren. Tienen en el refrigerador únicamente un par de yogures, queso descremado, milanesas de soya y coca light. Y yo muero de envidia. Mentiría si dijera que mi envidia es positiva e inocente. Entre nos, deseo que todas se queden embarazadas para reírme once meses seguidos: los tres de los vómitos, los seis de la transformación de mujer a muñeco michelin, y los dos de las 24 horas sin dormir. ¡Y que les toquen mellizos!

Dice el saber popular que el jardín de al lado siempre se ve más verde. Yo más que verde lo veo floreciente, divino, lleno de cascadas, mariposas y palmeras. El mío, en cambio, lo veo con yuyos y hormigas. Pero bueh, es lo que hay.

La cuestión es que la maternidad, se ejerza como se ejerza, va marcando las relaciones de las mujeres. Es muy raro que dos íntimas amigas de la infancia puedan mantener la unión en el tiempo si una tiene hijos y la otra no. Pasa en todos los grupos. Pasó en el mío. De repente todas nos casamos, y la que andaba soltera dejó de venir a nuestros panoramas. Primero porque se aburría, y después porque ya no la invitábamos. Y ni hablar cuando empezaron a llegar las guaguas. ¿De qué íbamos a hablar con ella? Ya sabemos que todas las primerizas somos monotemáticas... Ella quería hablar de sexo. A nosotras el único sexo que nos interesaba era el del futuro bebé.

En aquél momento sentía un poco de lástima por mi amiga. Pobre, todas felices con nuestras panzas enormes, comprando ajuares, y ella yendo del gimnasio al boliche. Ahora, obvio, es al revés. Nosotras corremos entre la pega, el colegio, la casa y los cumpleaños. Y ella va de la pega a la peluquería y de la peluquería al after office. Deluxe.

Hoy me encontré con una co-apoderada del colegio y me pidió que le dedicara un post a cómo nos queda el cuerpo después del tercer hijo. No sé qué diferencia habrá con tres. ¡A mí con la primera ya me quedó la cagada! A las otras, en cambio, nada se les ha corrido de lugar. Usan push up por costumbre, pero no por necesidad.

La cuestión es que después de los treintitantos es más fácil identificar a una mujer sin hijos que a un perro con dos colas. Pa partir, llevan carteras más pequeñas. Nosotras venimos ya acostumbradas a los enormes bolsos de maternidad. Ellas tienen el cuerpo que nosotras solíamos tener. Y lo más chistoso: ellas no se mecen de un lado al otro cuando esperan en una esquina. Nosotras, como si tuviésemos la guagua a upa, no podemos quedarnos quietas. Se los prometo, puede que no se hayan dado cuenta, pero después de tener hijos y por un período de al menos tres años perdemos la capacidad de permanecer completamente inmóviles frente a un semáforo.

La distancia entre dos mujeres de la misma edad, una con y otra sin hijos, es enorme. Por suerte para las amigas que hoy se lamentan estar alejadas de quién fue su compañera de banco los últimos cinco años de colegio, esto se revierte apenas la otra queda embarazada. O cuando una se separa y necesita alguien que sepa dónde está la diversión, más allá del Mampato...

Sé que varias de ustedes aún no incursionan en este resbalín emocional que es la maternidad. Hasta sé de una que le ha impreso el post del reloj biológico a su madre para que deje de preguntarle cuándo la iba a hacer abuela.

No es mi intención desalentarlas, sino alertarlas. Nosotras ya no podemos hacer nada para volver al equipo de las pechugas paradas. Ustedes en cambio están a tiempo de evitar que la ley de gravedad se apodere de cada centímetro de su cuerpo. Después no digan que no les avisé.

Y nosotras... sí, estamos fregadas.

Pero ojo, cuando todas estas gallas que hoy se ríen de nuestra desgracia estén pariendo, nosotras vamos a tener a los cabros chicos en la Universidad. Habrá otras preocupaciones, pero nada será tan agotador como la primera infancia.

Problema de las otras, ja.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Diente x diente

Las apariencias engañan. No lo inventé yo, pero sí lo comprobé. A mi hija se le cayó un diente. Y entendí que el diente no es el diente, sino lo que representa: está creciendo demasiado rápido. No me gusta nada. De hecho ahora odio los dientes. Mataría a todos los dientes.

Que ella esté creciendo implica, necesariamente, que yo estoy envejeciendo. Pero no es eso lo que me carga. Me incomoda verla grande. Así como así. Hoy se le cae el diente, mañana necesita sostén y pasado me pide que la acompañe al ginecólogo. ¡No way!

¿Y para qué dejé mi trabajo? ¿Ahora que está grande no puede arreglarse sola? Si puede administrar la plata del Ratón Pérez que se encargue de sus colaciones... Cierto que tengo otra... sí ,otra a la que también se le van a caer los dientes. ¿Habrá llegado el momento de volver a internarme en una redacción?

By the way, consejo a las que lo están pensando: no, de ninguna manera. Agoten instancias antes de mandar el telegrama de renuncia. Ustedes creen que sus hijos las quieren full time en casa, pero ellos prefieren jugar a la Play, pintar, armar puzzles, invitar amigos y cualquier otra cosa que, por lo general, no nos incluye. Es bueno que, como dice Noelia, nos vean interesarnos por otras cosas. “Mirar más allá”, tener otras inquietudes.

Cacharon que ahora como que todo pasa más rápido. En prekinder se les cae el diente, a los 10 se indisponen y a los 15 se quieren operar las pechugas. Y con los hombres es igual. A los cinco manejan la Wii mejor que sus papás y a los 17 manejan el auto mejor que los papás. Da lo mismo.

Dicen las que tienen niños más grandes que a más años, más problemas. La Cata contaba la otra vez que a su hija ahora está con eso de “me dejan de lado” o “están hablando de mí”. Y no me acuerdo quién decía que su hijo de nueve “tiene que hacer horas extras de tarea en el colegio porque la profesora lo pescó hablando por celular”.

Una amiga andaba preocupada hoy porque su cabro de diez acaba de volver de un campamento y, dicen, los niños hicieron estragos. Que se pasearon en calzoncillos por las calles, que a uno le botaron el bolso entero a un tacho de esos enormes de reciclaje, que el hijo de no se quién anduvo sacando fotos comprometidas y las van a subir a la Web... Todo parece indicar que es cierto. Que los problemas crecen de manera directamente proporcional a la edad.

En Argentina me tocó por pega presenciar varias veces las charlas del psicólogo Miguel Espeche sobre los hijos, la crianza y los límites. Él decía que uno de los momentos más importantes en la vida de todo padre es al quitar las rueditas de la bicicleta. Mientras andan con ruedas, uno siente que tiene el control. Ellos van despacio, y podemos seguirlos de cerca. Al quitar las ruedas el niño gana velocidad. Puede ir hacia un lado, hacia el otro, caerse y hasta lastimarse. Es ahí cuando los vemos grandes, y tenemos que confiar en el trabajo que hemos hecho, porque ya no podemos andar pegados.

A mí el diente se me transformó en las rueditas de la bici. Siento que ya está. Creció. Y aunque todavía queda un larguíiiiiiiiiiiiiisimo camino por recorrer, hay un tramo que se cerró para siempre. La niñita que se acomodaba en mi pecho ahora calza 31. Esa gordita llena de rizos dorados, que vivía comiendo galletas dulces, se ha estilizado y juega a ser modelo arriba de tacos altos. Y por más que su papá se esmere en fomentar el Edipo ella dice que está enamorada del Nico y que cuando se casen van a vivir un poco en cada país, para que ninguna mamá se ponga triste.

Tres dientes flojos tiene en este momento. Supongo que con cada uno que se caiga iré sumando nostalgia y contradicciones. Aunque como siempre, intento encontrarle el lado positivo a las cosas: lo bueno de que esté grande es que falta menos para que se vaya de la casa... ¡Sí!

martes, 24 de noviembre de 2009

Dos para ti, nada para mí. Tres para ti, nada para mí...

La charla con mi amiga fue más o menos así:
“Al cabro lo invitaron a un cumpleaños deportivo de puros hombres y, cuando llegó, era el único que no tenía polera de fútbol. Desde que llegamos a la casa lo único que hizo fue pedirme que le comprara la bendita polera. Supe que en el Homecenter la vendían a doce lucas, así que partí para allá, pero cuando llegué estaban agotadas. En las tiendas están 30 lucas y no voy a pagar 30 lucas por una polera. Porque tiene que ser la del seleccionado o la de la U. No puede ser cualquiera. Además, ahora que vamos al mundial seguro que la cambian, porque el patrocinador va a cambiar, y después va a querer el modelo nuevo. De ninguna manera voy a comprarle la polera. No por 30 lucas. No puedo decir que sí a todo. No gasto eso para mí, no voy a gastar para los niños que hoy quieren esto y mañana ya lo dejan botado”.

Yo venía de probar una sesión de airbrush tanning para mi nota en revista Paula y parecía recién llegada del Caribe. Mientras mi amiga tomaba café con edulcorante y yo devoraba papas fritas con coca normal, pendiente de que mi bronceado no destiñera mi propia polera, escuché atentamente su reflexión. Sentí que tenía razón. El gasto no se justificaba.

A la mañana siguiente sonó mi celular. “A que no sabes de dónde vengo”. “Sí lo sé, vienes de gastarte 30 lucas en la polera”. Típico!!!! Yo hubiese hecho lo mismo. Lo hice en más de una oportunidad de hecho...

Las invito a hacer un ejercicio: piensen en las últimas diez veces que fueron al mall. ¿En quién gastaron, en ustedes o en los niños? Es que todas somos igual de huevonas hijodependientes.

A mi no me gusta comprar. Me fascina comprar, pero desde que las niñas existen del 100% del dinero que gasto, el 99% lo dedico a ellas. Yo con suerte me regalo una falda, o un zapato de temporada. Para ellas, todo. La más chica tiene al menos 8 modelos de calzado talla 22 y la mayor, si quisiera, podría no repetir el vestuario en todo el verano. Compro cintillos al mayoreo, chalas de casi todos los colores, parkas miles.

He pasado noches sin dormir comprando compulsivamente por Internet vestidos de princesas, disfraces, pijamas, zapatillas con luces, con ruedas, con resortes. De Barney, de Dora, de Blancanieves, de Hannah. No tengo medida. Y si me pidieran una polera de 30 lucas, compraría dos. Por si una se mancha o se pierde.

Psicológicamente hablando debe haber una explicación. ¿Por qué nosotras usamos patas de Patronato y los niños puro babygap?

Como no soy psicóloga mi teoría se basa en el sentido común y la experiencia: ellos mandan. Nos mandan. Aunque no anden levantándonos el dedito para darnos órdenes, son los amos y señores de cada casa. Por eso se merecen lo mejor. Y nosotras las responsables –generalmente inconscientes- de alimentar su (in)necesidad de tenerlo todo. Y más también.

Mi segunda teoría es que tenemos la mente un poco retorcida y usamos a los cabros chicos como Barbies y Kens, total a ellos todo les queda bonito entonces se justifica la inversión. Vestirlos lindos nos hace sentir mejores madres... ¿Eso lo dije o lo pensé?

Como dice la Ximena H, vayamos al callo: levante la mano quién hubiese aguantado una pataleta por una polera de fútbol. Bien.

Ahora levante la mano quién hubiese gastado las 30 lucas. Lo sabía, ¡siempre las malas madres terminamos siendo la mayoría!

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Las auténticas dueñas de casa

Mucama, empleada doméstica, maid, shikse, ishire, baba. Da igual cómo se les diga, todos saben de qué hablo. Aquí se las llama nanas, y lo primero que aprendí al llegar a Santiago es que sería alguien fundamental en mi vida. Más importante que adaptar a las niñas en el colegio, que hacerme de un grupo de amigas, que encontrar pega y acostumbrarme a los chilenos, sería encontrar una nana con buenas recomendaciones.

Partí por lo que me sugirieron: una chilena del Sur, a la que tuve que pagarle el pasaje en bus antes de conocerla. Un desastre. A las niñas ni las pescaba y se tomaba 40 minutos en la mañana para preparar su propio desayuno. Me duró dos semanas. Es que me daba nervios despedirla... tenía tanto carácter que pensé que me podía pegar, así que esperé a que mi mamá viniera de visita para mandarla de vuelta al Sur.

Luego vino el plan B: una parroquia que acoge mujeres recién llegadas del Perú (a la que le interesa después le paso del dato). La dinámica es tan sencilla como macabra. Tú conversas con la Hermana, le dices cuánto estás dispuesta a pagar y luego pasas a una suerte de box, donde hay un confortable sillón y una sillita de porquería separados por un escritorio. Me senté en el sillón y afuera se formó una fila de mujeres. De a una, fueron entrando. Desde la sillita, me contaban sus penas, cuándo habían llegado, si estaban legal o ilegalmente residiendo en Chile, qué experiencia tenían, bla bla bla.

Me tincó una bajita, que hablaba despacio y se notaba nerviosa. Me hizo acordar a Arminda, la mujer que crió a Sol y lo que más extraño de todo lo que dejé en Buenos Aires, con el perdón de la familia.

Cuestión que la monja me insistió para que me llevara a mi candidata a la casa en ese minuto, pero me negué y la cité para la mañana siguiente. Llegó puntual y empezamos la relación con el pie derecho.

Antes de que me diera cuenta, Lili (su documento peruano decía que se llamaba Luz, pero ella me dijo que todos la llamaban Liliana) se transformó en un ser indispensable. Y comprendí que la gente tenía razón. Aquí, el que puede, debe tener al menos una buena nana para poder ser feliz.

La lata es que a los ocho meses me dijo que se volvía a Perú porque la vecina de una vecina de su vecina le había dicho que a su hijo de cuatro años (que había quedado al cuidado de su madre sorda y de sus hermanos mellizos de 13 años, Shakira y Chayan), lo tenían sucio. Y volví a la Parroquia.

Lo que sigue parece el argumento de una película de Woody Allen, pero les juro que pasó: elegí a Blanca y empezó un lunes. Mi idea era que Lili y Blanca convivieran cinco días como para entender la dinámica de la casa, la comida, los horarios.

El martes Blanca me dijo que necesitaba tomarse la tarde para hacer trámites con su esposo antes de empezar a trabajar puerta adentro.
El miércoles me informó que ella no iba a limpiar vidrios, porque la ley dice que no están obligadas a hacerlo.
El jueves a las doce del mediodía le sonó el celular. Cuando cortó me dijo que era el esposo, que estaba cerca de mi casa y la había invitado a almorzar al supermercado de la esquina. Y que como yo total no trabajo y además tenía a Lili, seguro no tendría inconvenientes en darle permiso por esta vez.
El viernes... el viernes obviamente ya estaba despedida.

Ahora mi felicidad se llama Carmen. También es peruana, no tenía ninguna experiencia previa pero cuando la tuve enfrente, yo en el sillón y ella en la sillita, me dio buena vibra.

Seamos honestas. Las nanas son EL tema de conversación entre nosotras. Tengamos o no pareja o hijos, todas tenemos siempre una amiga buscando alguien por hora, puerta afuera o puerta adentro. Vale más el dato de una buena nana que el de un outlet de zapatos. Y nos excita más tener el teléfono de una con harta experiencia que tirar en la mañana. ¿O no?

Conozco una galla que regaló a su perro por una nana que le tenía fobia a los animales. Y me contaron de otra que, tras un divorcio, peleó más por la nana que por el departamento en Pucón. Mi amiga Vero estuvo a punto de perder a Rosa por culpa de una vecina que le ofreció más plata. A los tres días de haber empezado en la nueva casa la Rosita se arrepintió. Si hubiese sido abogado, dentista, periodista, psicóloga o cualquier otra profesión menos importante, seguro la Vero la mandaba al diablo. Pero a las nanas se las perdona. Y encima le aumentó el sueldo y los días libres... ¡Casi que ahora Vero trabaja para Rosa!

Es que, sobre todo para las que tenemos hijos, una buena nana es sinónimo de tener la posibilidad de salir un rato en la tarde sin llevar a los cabros chicos colgando del pantalón. Es poder ir a depilarnos y así y todo tener la comida hecha. Es poder ir a trabajar y saber que alguien va a recibir a los niños a la vuelta del colegio. Sin exagerar, es sinónimo de libertad.

En unas semanas a mi esposo le toca viajar por pega. Mi mamá me llamó para ver si necesitaba que ella viniera a ayudarme. Le dije que no era necesario. Y eso que mi marido ayuda ene. ¿Y si mi Carmencita tuviese que viajar? Supongo que de todas maneras le pagaría el pasaje a mi mamá. Una cosa es vivir sin marido. Otra muy distinta vivir sin nana. O dicho de otro modo: existen muchas más mujeres solteras que mujeres sin ningún tipo de ayuda doméstica. Por algo será...

lunes, 16 de noviembre de 2009

El diablo viste de Mimo

Mi hija Malena es realmente bella. Tiene la piel color mate, los ojos más celestes que he visto en mi vida, una nariz pequeñita, boca perfectamente delineada y unos rulos dorados tan o más hermosos que los de Shirley Temple. Siempre está de buen humor, desde muy guagua duerme toda la noche, es buena para comer y ama bailar.

La lata es que se porta como el hoyo. Desde sus 80 cm de altura enfrenta a todo niño que se le cruce por delante. Hace poco nos encontramos de casualidad con su compañerita Maya, que estaba al cuidado de sus abuelitos, una tía y algunas primas. La Malena fue corriendo hacia ella y todos nos quedamos con la sonrisa congelada, pensando que las dos enanas iban a fundirse en un abrazo. Pero no. Zummm, la mía le regaló un combo y la dejó en el piso ante la mirada atónita de todos, especialmente de la prima mayor, que miró a mi niña como si se tratara de una auténtica amenaza... No la juzgo.

Tan mal se porta Malena que estoy pensando seriamente en mandarme a estampar una polera que diga: “No soy su madre. A mí no me mire”.

A Malena la crié yo. Volví al trabajo cuando tenía cuatro meses y renuncié antes de que cumpliera un año. O sea que lo que aprendió lo aprendió conmigo. ¿Qué hice mal? No sé. Pero evidentemente algo (bastante) falló.

La cuestión es que ahora estoy intentando ponerme más firme con los límites. Sobre todo después de que sus maestras me informaron que resolvieron sentarla en un banquito cuando molesta a los niños. Si vieran las comunicaciones del jardín...

Transcribo:
“Papis, lo que más me gusta es quitarle el chupete a mis compañeros”.
“Papis, por favor mándenme muchos cereales para la colación así no me como los de los demás”.
Y la de ayer: “Papis, mis maestras están muy contentas porque después de dejarme sentada un rato para que me tranquilice, jugué muy bien”.

Los hijos no son todos iguales. Sol, mi hija grande, es pura bondad. Puede pasar tres horas entretenida con un lápiz y un papel. Malena la vuelve loca. Pero ella ni se inmuta. Le arranca los pelos y la otra nada, muda mientras se le va poniendo la cara roja y los ojos le brillan del dolor. Pero jamás le devuelve. Espera a que la suelte y le dice que eso no se hace, que está muy mal, y punto.

Insisto, los hijos no son todos iguales. Ni parecidos. Mis hermanos y yo lo único que tenemos en común es el apellido. Y hace poco me enteré que el medio hermano menor de Obama vive en uno de los barrios más pobres de Nairobi, con menos de un dólar al día. Seguramente nunca llegue a Presidente.

Supongo que no soy la única que a veces se pregunta por qué sus hijas son como son. ¿Será porque Sol pasó más tiempo con la Nana y ella era mejor madre que yo? ¿Será porque tenía a sus abuelas y bisabuelas estimulándola 24x7 mientras yo me quemaba las pestañas en la redacción, y Malena sólo tiene a quien escribe? ¿Será porque soy demasiado laxa y me divierto cuando la veo salir disparada como un cohete cuando quita un chupete que no le pertenece, en lugar de sentarla a reflexionar o llevarla al analista antes de cumplir dos años?

No tengo una conclusión al respecto. Blancanieves pasó la noche con siete enanos y su mamá –hasta donde sé- tampoco le dijo nada, ni la juzgó.

Muchísimas madres tienen la responsabilidad de lidiar con cabros que se portan pésimo, o simplemente hacen cosas que preferiríamos evitar. La mayoría, supongo. Aquí he visto reacciones bien diferentes al respecto: desde mamás que consultan psicólogos, neurólogos y gastan hasta lo que no tienen para que finalmente la tomografía computada les diga que no es nada clínico y que con el tiempo pasará, hasta gansas que miran para arriba haciéndose las distraídas cuando el pendejo se manda la embarrada. Yo prefiero pensar que son niños. Que más tarde o más temprano aprenderán a comportarse. No conozco niñitas de seis años que van por la vida empujando amigas...

¿Y si nos relajamos un poco? Padres y maestras, digo. Tengo una amiga con un cabro de seis años que lleva tres pagando consultas y así y todo el colegio la sigue volviendo loca porque molesta a los otros. Que consulte más profesionales, más, más. Y me consta que no es la única. En las reuniones de apoderados se habla de bullying como si se tratara de algo normal, instalado en la agenda escolar. Lo entiendo con niños más grandes, pero ¿¡bullying en jardín?! ¿No será mucho?

En fin, mi conclusión general es bastante sencilla: ningún niño es perfecto.

Pero porsiaca, voy estampando la polera. ¿Malena? ¿Qué Malena? Ni idea che. Yo no la conozco.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Primerizas

Si fuese comerciante, pondría un mall exclusivo para madres primerizas. ¿Han visto que las primerizas compran todo? Libros de autoayuda, cursos de masaje shantala, juguetes didácticos (que salen carísimos y encima a los niños no les divierten porque no tienen luces ni sonido), poleras para dar papa, bolsos gigantes para guardar tres pañales y una muda diminuta, 15 clases de natación (aunque a la tercera la guagua se resfría y abandonan), bolsitas especiales para botar pañales, que la única diferencia que tienen con las del Jumbo es que se pagan...

Las primerizas son consumidoras obsesivas. Y todas son iguales. Creen que saben todo porque se suscribieron al sitio de Internet que les va diciendo mes por mes cómo evoluciona el niño y llaman al pediatra si el sitio en cuestión reza que ya debe gatear y con suerte su hijo se mantiene sentado.

Yo no fui la excepción. Tengo libros sobre primera infancia de todos los colores y tamaños y desperté a mi pediatra más de una vez en la madrugada por cuestiones que hoy me parecen insólitas.

Me acuerdo una vez, cuando Sol tendría cuatro o cinco meses, mientras estaba sentada en el baño ordeñándome con un sacaleche a pila, me puse a leer un libro que terminaba con un capítulo sobre cómo organizar el primer cumpleaños (lo confieso: ¡yo pagué por ese libro!). La chica todavía no comía ni papilla, y yo ya estaba pensando en su festejo.

Llegado el momento contraté un catering de lujo. Vestí las mesas del salón con metros de raso blanco y las envolví con tul morado. Compré una garrafa de gas para que los globos colgaran del techo, le pedí a una diseñadora amiga que me copiara unas tarjetas de invitación de Martha Stewart Kids, y las imprimí con calidad de revista europea en un papel metalizado de 120 gramos. Encargué una torta con todos los personajes de Pooh hechos en mazapán y me estresé como si se tratar de mi matrimonio. O más.

Para el de Malena, en cambio, mandé invitación por email y le pedí al esposo de una compañera de trabajo que tiene confitería que me hiciera dos docenas de sanguchitos en pan de molde, cortados al medio para que rindieran más. La torta la hizo mi hermana, que como repostera es una excelente psicóloga.

Conozco primerizas más y menos estresadas. Tal vez tenga que ver un poco con su modo de ser, y otro poco con el tipo de guagua que les ha tocado en suerte. Los muy llorones tienen mamás más preocupadas y con más sueño. Los menos llorones mamás apenas más relajadas y descansadas. Pero todas, todas, absolutamente todas, comparten esa fascinación de los niños como monotema.

No importa edad, condición social, económica, religión, formación académica ni laboral. Las primerizas sólo hablan de cosas de primerizas: si el pañal rojo es mejor que el verde, que el chupete es una maravilla, que ya tiene seis meses y los cólicos no paran pero el sitio de Internet dice que deberían mermar, que el reflujo, que el curso de gimnasia posparto, que no agarra la mamadera, que si la guata en algún momento va a volver a ser digna de un bikini, que si mejor la sala cuna que queda a la vuelta o el jardín de mejor reputación que queda a cuarenta minutos...

A las madres primerizas les da mal humor que una madre experimentada les diga que se están haciendo demasiado problema por todo, y creen que su niño es más inteligente que la media. Todas creen lo mismo. Todas lo creímos (y lo creemos).

Lo que pasa es que a medida que pasan los años y reincidimos con uno, dos, o más hijos, nos vamos dando cuenta que por más esfuerzo que hagamos hay un momento en el cual los niños empiezan a hacer lo que ellos tienen ganas de hacer. Más allá de lo que nosotras queramos. No les importa que el curso de natación esté pagado hasta fin de año. Ahora quieren gimnasia artística porque la amiguita del curso se anotó en la gimnasia y no hay manera de ponerles el traje de baño. Yo intenté –siempre tan pedagógica- sobornarla con un bikini nuevo, flúo, lleno de estrellas, pero tampoco funcionó.

Y un buen día decidimos que está bien. Que ya crecieron y tienen derecho a opinar. Entendemos que es momento de guiarlos, pero también de dejarlos ser. Y que lo que mejor podemos hacer por ellos no es llevarlos de la mano, sino estar cerca por si nos necesitan.

O darles un celular, y que cualquier cosa nos llamen. Da lo mismo, ¿no?

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Las Carolinas

Mi amiga Carolina me escribió: “Muy gracioso el blogspot. Ya voy a hacer el mío para contrarrestar tus opiniones y vamos a ver quien tiene más fans... Aguante ser mama full time!!!!! Besos, te dejo que voy a cambiar pañales con caca!!!!!”

Ella tiene 30 años, es linda y delgada. Tiene un niño de 2 años, una mujer de un año y espera su tercera guagua para enero. Guarda su título de abogado en algún rincón de la bodega y no le molesta.

Mi amiga es mi ídola. Pero no porque pasa las 24 horas del día con sus niños, sino porque se la ve feliz con ellos. Y eso que en su casa hay un LCD de 42 pulgadas justo frente a la cama y otro un poco más pequeño en el escritorio. O sea, podría mirar tele hasta la madrugada en lugar de andar teniendo un hijo por año... Pero no, ella elige poblar el mundo.

Es gracias a las cientos de Carolinas que existen que nosotras, las malas madres, muchas veces nos sentimos una basura. Al menos yo más de una vez inventé que tenía reuniones de trabajo para llegar más tarde a la casa. Ellas, en cambio, van del living a la terraza y de la terraza al dormitorio con una sonrisa (y los chicos en brazos). Siempre tienen las manos prolijas, saben caminar con tacos altos y encima les gusta almorzar ensalada. Jamás se comerían un buen sandwich, de esos que chorrean mayo por todos los lados.

De verdad admiro a las Carolinas. Aunque agradezco no haber nacido con su capacidad y paciencia.

Si ser madre es algo que se aprende, se ve que la Caro y yo elegimos diferentes universidades. Por suerte para ambas.