miércoles, 26 de mayo de 2010

Felizmente casada, ¿y tú?

Cuando mi amiga Ana cumplió treinta me dijo: “El año que viene voy a tener un hijo”. Pensé que me estaba hueveando. Ni siquiera tenía pololo, y no es de esas mujeres a las que uno se imagina consultado un banco de esperma...

Pero para mi sorpresa, cumplió. Cuando celebró sus treinta y uno estaba embarazada y hasta casada (con un ex compañero de básica con el que se reencontró en un cine, por pura casualidad). Y antes de llegar a los 33 ya había empezado a tramitar su divorcio. O sea, Flash, al lado de Ana, un poroto. Ella sí que es rápida para sus cuestiones.

Yo estoy en otra. Llevo quince años junto a mi marido (sin comentarios, por favor). A pesar de lo que muchos creen, casarse joven tiene más de un beneficio. ¡Y el mayor de todos es que todavía seremos jóvenes cuando nuestras hijas se vayan de la casa!

Seguramente más de una vez quisimos mandarnos mutuamente a la punta del cerro, pero por algún motivo no lo hicimos, y aquí estamos. Más grandes, más viejos, más amigos, juntos. Dormir durante tanto tiempo con la misma persona es un auténtico sacerdocio. Es necesario, entre otras cosas, aprender a respetar las transformaciones de la pasión: el fuego del comienzo, la meseta post embarazos... ¿Mi mejor consejo? Cualquier reclamo, aún los de índole sexual, se soluciona comprando un Ipad. Las prioridades (de él) se reacomodan y una puede volver a dormir tranquila. Si pueden, cómprenle un Ipad. Sino, cualquier cosa digital que tenga botones. ¡Trust me!

Nadie dijo que casarse es algo fácil. Hay que aprender a vivir de a dos, a pensar de a dos, a negociar, a ceder (bastante más de lo que me hubiera gustado), a resignar, a construir, a confiar... y también a hacerse la distraída. Porque de eso se trata el amor. Al menos así me lo dijo una vez mi abuelo, que lleva 61 años con mi abuela: “El matrimonio funciona cuando le haces creer al otro que en realidad estás haciendo lo que el otro quiere”. Hombre sabio él.

La cuestión es que luego de mirar a mi alrededor descubrí que cada vez somos menos las que jugamos en el equipo de las casadas. Los divorcios están a la orden del día y la infidelidad también. ¡Los sorprendí! Jajajaja. Resulta que la mala madre es una esposa anticuada que sueña con envejecer al lado de su hombre... Sí, resulta que sí.

Y es aquí donde quiero detenerme. ¿Qué pasa con las parejas de mi generación?

Carola, Ferni, María, la otra María, Denise, Valeria, Tere... mis amigas divorciadas se reproducen a un ritmo vertiginoso. Las infieles también, aunque por razones obvias omitiremos todo detalle al respecto. Ana dice que yo me lo paso generalizando. Que el Juanda venía de la pega cada vez más tarde y así ninguna pareja monógama es sostenible en el tiempo. Veamos: mi esposo también viene tarde. El de Andy muchas veces llega cuando los niños duermen, el de la Pati tiene ene cenas de trabajo y el de la Lucy viaja fuera de Chile al menos una vez al mes. ¡Y nosotras seguimos casadas!

Creo haber encontrado la punta del ovillo: tolerancia, el quid de la cuestión es la tolerancia.
En la era del “lo quiero todo y lo quiero ya” el matrimonio se ha convertido en algo sin valor. Y la fidelidad también. Es que como se trata de algo que debemos cultivar para ver crecer, no sirve. No hay tiempo. Entonces ¡pum!, le pongo los cuernos, me divorcio y doy vuelta la página. Así es demasiado fácil chiquillas.

Traslademos el mecanismo a los hijos: “están enfermos, qué lata, me cargan, los tiro”. ¡No way! La dinámica es: “están enfermos, qué lata, los cuido, los curo, y sigo adelante”.

Más de una vez he pensado en todos los carretes que me he perdido, en todas las noches de sexo ardiente con desconocidos que tanto divierten a mis amigas divorciadas y yo no he probado, en lo lindo que sería dormir en silencio y sin la luz verde de la blackberry encendida encandilando mis ojos. Pero hasta el momento no he caído en la tentación.

Será un concepto antiguo, pacato y estructurado, pero es el que elijo. Hemos aprendido a respetar nuestras diferencias (que son muchas), a enojarnos sin herirnos y a seducirnos a pesar de su pelada y mi flaccidez. Si eso no es amor, entonces no conozco su significado.

Es cierto que es mejor estar solo que mal acompañado, pero también es cierto que deberíamos agotar instancias antes de dar el último portazo. Sobre todo porque a cierta edad, y con hijos, da muuuuuuucha lata empezar a producirse tanto para conseguir otro mino...

miércoles, 19 de mayo de 2010

Todas quieren pechugas

No importa cuánto aumente la bencina, ni que vaya a pasar con la Iglesia y los abusos. Del terremoto ya poco se habla y para el Mundial todavía faltan algunas semanas. El único tema de conversación que realmente importa, y del cual todas opinan, es sobre las pechugas. Todas, o casi todas, tienen rollo con sus tetas. Que muy chicas, que muy grandes, que muy caídas, que muy “tristes”, que una más grande que la otra. He escuchado a una sola amiga estar contenta con su planicie: la Cata. ¡Pobre Catita lo que le pasó!...

Luego de que a una amiga de su generación le diagnosticaran un cáncer de mama, la Cata entró en pánico y pidió hora para una mamografía y para una ecografía mamaria. Fue sola, como es habitual. Entró a la consulta y la doctora le pidió que se desvistiera. Al verla, con una sonrisa cómplice, le preguntó: “Vienes porque te vas a poner implantes, ¿verdad?”. “No, vengo porque tengo 38 años y nunca antes lo he hecho”, respondió. “Ya, pero tú sabes que los implantes hoy día no tienen riesgo, son dos cortecitos y te vas a la casa”, retrucó la especialista. Mi amiga quedó muda, masticando furia.

Se vistió, tomó sus cosas y partió hacia el consultorio del fondo para la ecografía. El médico, un señor de cuarentitantos, le pidió que se quitara la polera y pusiera los brazos detrás de la nuca. Ahí la Cata vio, por primera vez, que sus huesos tenían más volumen que sus pechugas. ¡Filo!, ella es súper flaca, no le hacen falta tetotas. Pero el Doctor no pensó lo mismo...: “Vienes porque vas a colocarte implantes. ¿verdad?”.

Cinco minutos después mi amiga estaba, indignada, caminando como un zombi por el estacionamiento de la clínica. O sea, la tipa de la mamografía y el ecografista eran personas diferentes, que nunca antes la habían visto, que ven miles de pechugas a lo largo del día, y ambos confundieron su turno preventivo con uno preoperatorio.

Y así fue como la Cata, la única plana contenta que conozco, comenzó a analizar la posibilidad de operarse.

Justo el otro día dieron un capítulo de los Simpsons en el que Marge va a hacerse una liposucción y, por error, le ponen tetas. Cuando se ve pechugona le grita al médico: “Y ya verá doctor, voy a venir con mi marido para demandarlo”. El médico se ríe y le dice: “Sí Marge, su marido seguuuuuro va a querer demandarme...”. Y dicho y hecho, Homero feliz con las nuevas “nenas” de su mujer.

Yo soy de esas que añora la turgencia de los veinte años, esas pechugas de revista que desaparecieron después de dos lactancias de un año cada una. Me operaría feliz, pero le tengo pánico al quirófano. La Claudia va un paso más adelante. Se cansó de tirar con sostén y ya pidió hora con dos cirujanos. La Nati ya se puso, la Poli se sacó y la mayoría de mis amigas argentinas se ha operado.

No sé en qué terminará el cuento de la Cata, sólo sé que ya no conozco a nadie que no tenga al menos la más mínima fantasía de modificar su delantera.

Y yo no termino de tomar partido... por momentos me parece lógico que todas quieran pechugas decentes. Por momentos me parece atroz. ¡O ya sé!: que se operen todas, así nosotras pasamos a ser la minoría sexy de la generación. ¿O no? No, me parece que no. ¡Quiero tetaaaaaaaas!

miércoles, 12 de mayo de 2010

El jardín de al lado

Mi amiga Andy busca trabajo. Es ingeniero comercial, vivió y trabajó en Nueva York, tiene dos hijos que van al colegio y no piensa buscar el tercero, tiene buena presencia, buena dicción, excelente manejo de las relaciones interpersonales y total dominio del idioma inglés. Si alguien quiere contactarla me avisa.

Bueno, en realidad mi amiga Andy no busca pega. ¡Busca recuperar su vida!

Es fija: el jardín de al lado siempre se ve más verde. Las crespas pagan por el alisado con keratina, las de pelo lacio pagan por tener un poco más de volumen. Las planas quieren pechugas, las pechugonas quieren ser planas. Las recién casadas sueñan con hijos, las madres sueñan con estar recién casadas. Las que en este minuto no trabajamos full queremos un empleo tiempo completo y las que sí trabajan full sueñan con manejar sus horarios. Chiquillas, ¡bullshit! Quédense en sus jardines, la Andy y yo sabemos por qué se los decimos...

Renunciar al trabajo en pos de una maternidad más plena suele ser una de las decisiones más complejas en la vida de nosotras. De partida, para poder elegir es necesario tener esa posibilidad. Siempre se puede vivir con menos, pero no se puede vivir del aire. O sea que, quienes tenemos la maravillosa suerte de poder elegir, tenemos también una tremenda responsabilidad: la de hacernos cargo de nuestra elección. ¡Lo escribo para autoconvencerme!

Difícilmente alguna no haya al menos soñado con la posibilidad de dar un portazo en la cara del jefe para ir a abrazar a los niños. Por lo general así empieza, como un anhelo. Nos imaginamos a los cabros con la abuelita, la nana, la parvularia o la vecina, y se nos estruja el alma. Entonces pensamos que no hay lucas que puedan compensar el estar ahí y ¡pum!, cruzamos de vereda.

Pues bien, resulta que del otro lado también existen los yuyos. Y para muchas (entre quienes me incluyo) el mito del tiempo libre es nada más que eso, un mito. Los niños se van al colegio y una se ve obligada a inventarse tareas: he llegado a ir dos veces al supermercado en el mismo día. Y eso que no compro ni fruta ni verdura.

Para peor, a medida que los niños van creciendo van prescindiendo cada vez más de nuestros servicios: ir en bus es lo máximo, ir con mamá es fome. Comer en el comedor es de grandes. Que te pase a buscar la mami es de guagua. Llegar al cumpleaños en el auto de un amigo es top. Llegar en el auto de la mamá, aburrido. Invitar a la mamá al día de las profesiones es chorísimo. Invitarla para el taller de galletas es un cacho.

Hay que ser demasiado inteligente, y tener la autoestima muy elevada para sostener en el tiempo un cambio al jardín de al lado. A mí el entusiasmo me duró lo que un fósforo. Y si no fuera porque mi renuncia incluyó un cambio de país ya hubiese pedido por favor que me devuelvan mi puesto.

La Andy y yo hemos hecho la prueba y el resultado está a la vista: no vale la pena que ustedes también se arrepientan.

Así que, la próxima vez que sientan dudas, sólo imagínense en el taller de galletas, con las manos inmundas y la polera enharinada. ¿Eso es lo que quieren? ¡Ahá!, entonces quédense ahí. Vayan al Homecenter, compren tornillos y peguen el poto a la silla antes de que sea tarde. Aprendan a disfrutar de sus jardines y dejen de mirar al costado. Visto de afuera parece bonito pero... es como el pasto sintético: después de un ratito ya te das cuenta que mejor el otro, con bichos y todo.

jueves, 6 de mayo de 2010

¡Feliz día!

El diálogo con mi hija fue así:

Ella: “Mami, qué quieres como regalo para el día de la madre”
Yo: “Tiempo, quiero que me regalen tiempo”

Siete horas más tarde, el diálogo con mi marido fue así:

Él: “¿Qué pasa con tu reloj?”
Yo: “Nada. No sé, ¿por qué?, ¿qué tiene mi reloj?”
Él: “No sé, pero me dijo la Sol que como regalo querías un reloj nuevo”

Conclusión: las madres somos unas auténticas incomprendidas.
Sólo semejante incomprensión puede justificar las lucas que invierten las empresas en publicidad para el día de la madre. Tapados, botas, depiladoras, rizadores, tostadoras, microondas... ¿Quién no cambiaría el mejor refrigerador + un bolso de cuero + un jeans por 24 horas de absoluto silencio?

No sé si es que me estoy poniendo vieja o qué, pero siento que mis oídos han colapsado. Desde que la Sol aprendió a leer estoy condenada a escucharla pronunciar cada cartel de la calle, cada etiqueta de cada cosa que hay en la casa, cada palabra del diario... O sea, los primeros tres días fue divertido y se me cayó la baba de orgullo... pero no la soporto más!! Prefiero una hija muda que una hija lectora (mmm suena horrible. Bueno, por las dudas aclaro que es metafórico).

De todas maneras me divierte esta cuestión del marketing y el día de la madre. Y creo que bien merecida me tengo la celebración. Yo me perderé alguna reunión de apoderados, me atrasaré con el control en el pediatra, olvidaré llevarlas a un cumpleaños... pero tengo algunos puntos a mi favor:

1- me sé los nombres de todas sus amigas y amigos.
2- sé sus colores favoritos.
3- siempre soy la bruja cuando jugamos a las princesas. Y no me quejo.
4- las dejo que salten sobre mi cama.
5- les invento cuentos que a ellas les fascinan... aunque objetivamente sean malísimos.
6- cuando el papá llega muy tarde las dejo ir a la cama sin bañarse.
7- no me enojo si quieren comer primero la fruta y después el pollo.
8- las dejo que me peinen, aunque ello implique perder la mitad de mi cabello.
9- sé específicamente dónde hacerles cosquillas para que mueran de risa.
10- les aprieto fuerte la mano para que no se muevan cuando toca una vacuna.
11- cuando la mayor se duerme, entro con su clave al Club Pengüin y le gano monedas.

Es como me dijo mi abuela: a las madres no debería importarnos el juicio de la sociedad, sino el juicio de nuestros hijos. Y para mis hijas, soy lo máximo. ¡Lo juro! Es que se los pregunté. Según Malena, “la mami es buena porque tiene dulces. Y según Sol “mamá es buena porque me deja pintarme las uñas y jugar con su celular”. ¿Ven? Inmolarse por los niños no vale la pena. Apuesto a que si las que se asumen como madres perfectas hicieran el mismo ejercicio que yo hice se llevarían una sorpresa. Los niños sólo quieren mamás contentas, que sepan reírse, que se sienten a jugar (aunque en verdad les de lata) y que no estén las 24 horas del día pendientes de a qué hora llega el marido.

Cada una encontrará su satisfacción en otro lado. Unas en el trabajo, otras en un curso, o en la cocina, o limpiando potos. Todos los caminos son válidos siempre y cuando sean honestos. Porque esta huevada de que los hijos son solamente maravillosos no me la creo ni ahí. Y no es justo para las que todavía no se embarazaron que seamos tan lateras!

No se coman el cuento de que una sonrisa al final del día compensa el cansancio. ¡Mentira! Sí lo matiza, pero no lo compensa. Ahora, así y todo encuentro que la maternidad es una elección maravillosa. Pero es más maravillosa cuando ya sabes qué esperar de ella.

Que este blog sea un pequeño grano de arena para todas. Para las no madres, para que sepan que sus miedos son lógicos y válidos. Para las malas madres, para que no se sientan mujeres desnaturalizadas. Y para las que se la dan de madres modelos, para que tengan tema de conversación mañana mientras esperan el turno en la peluquería.

A todas, y especialmente a las que no tienen opción y hacen milagros para llevar pan a la mesa y además sentarse a jugar ¡Feliz día de las madres!