martes, 27 de noviembre de 2012

A la mierda con el molde!



 Noches sin dormir, peleas con el mundo, discusiones de pareja, planteamientos existenciales y tres millones de pesos sin reembolso. Eso es (aprox) lo que me costó un año entero de psicóloga más la evaluación psicopedagógica con profesionales externos que solicitó el colegio. Ese fue el costo que pagué para que todos se convencieran de lo que yo jamás dudé: que Malena es una niñita llena de recursos, con ganas de aprender, con un nivel de creatividad que excede la normalidad. Es curiosa, inquieta, dispersa, alegre y capaz de responder correctamente a los estímulos que se le ofrecen (esto último cuando ella quiere, para ser honestas). Mi hija, que posiblemente no sea un genio pero tampoco es idiota ni desadaptada, todavía no cumple 5 años. Es la más chica de su generación de prekinder.

Hubo un tiempo en el que estuve furiosa. No con el colegio, y mucho menos con las profesoras, que no podrían haber sido más amorosas y preocupadas. Lo que odié profundamente es ese ridículo nivel de exigencia al que nos obligan a someter a las guaguas. Porque, lejos de ser una mamá de esas que se andan baboseando por ahí, creo que mi Malenita es chica. Ella se jura grande, porque sabe que 9+5 es 14 (no tengo ni idea quién se lo enseñó y creo que es la única suma que hace bien) pero lo cierto es que hoy la han vacunado contra la meningitis porque forma parte del grupo de riesgo.

Pero, ya no estoy tan enojada. Lo que siento es una tristísima resignación. Porque sé que por más onda que yo le ponga, por más que en la casa pintemos con espuma de afeitar y hagamos malabares con las zanahorias, mis dos hijas están condenadas al orden. Y creo que el desorden es una parte fundamental del éxito de todas las personas talentosas que conozco y admiro. Mis grandes amigas del colegio, esas que siempre tenían promedio siete y nunca tenían un pelo por afuera de la trenza, se casaron con abogados y hoy son felices horneando queque en una cocina enorme que, por supuesto, no limpian. Las otras, las como yo, que pasábamos un buen tiempo en la inspectoría, somos mujeres felices con ambiciones que van más allá de los límites del living y el comedor. A todas nos fue la raja en la universidad y no tenemos ni la menor idea de cómo se hace un almíbar. Tampoco me interesa aprender a hacerlo... Pero tengo otras habilidades ;-D

Lo bueno es que no soy la única. Por lo que he visto y escuchado, cada vez somos más las mamás estresadas por situaciones ridículas. Conozco una mamá de mellizos que son secos para el fútbol, pero el colegio no los quiere en el equipo porque dice que son desordenados. Obvio, si para meter el gol hay que hacer un par de gambetas y que el adversario no las adivine. Obvio, si para ganar el partido hay que correr por donde los demás no corren y levantar la cabeza más alto para clavarla en el ángulo. Obvio, o acaso alguien se imagina a Messi cantando en el vestuario sin revolear la polera… Tengo una íntima amiga que tiene que cambiar a su hijo de colegio porque pasa a primero básico y no sabe leer. So what? ¿Cuál es el problema si aprende en unos meses más?

Que yo sepa, la educación chilena no ha dado muchos premios Nobel. Y las grandes eminencias locales que hay en la materia cuestionan la rigidez y el estrés al que son sometidos los niños. ¿Qué más necesitamos para reaccionar? ¿Cuánto más vamos a tener que pagar para hacer que los niños encajen en un molde que no les acomoda?

Cuando en lugar de citarnos del colegio por puras weas un psiquiatra nos diga que están deprimidos, o se vuelvan adictos a las drogas, o se encierren en la pieza como zombies porque se acabó el efecto de la pastillita será demasiado tarde. ¡A la mierda con el molde!

Todos los cabros son talentosos para algo. Sepan disculparme, pero creo de verdad que los colegios lo quieren todo servido en bandeja. Si todos los alumnos fuesen igual de aplicados y bien portados, el trabajo del docente perdería sentido y perdería también valor. Lo digo con conocimiento de causa: Malena tuvo este año unas profes atómicas, y si no se hubieran ocupado personalmente de sacarla adelante, el costo habría sido infinitamente mayor. No estaríamos hablando de plata, tiempo y esfuerzo, sino de autoestima. Desde esa óptica, encuentro que la saqué bastante barata…

En fin. Guardo la bronca en el bolsillo y rescato lo importante: que mi hermosa e inteligente princesita menor ya sabe que 9+5 es 14 y que definitivamente tiene ganas de aprender. Si no, no me habría preguntado si los piojos tienen que casarse para tener liendres. Ni hubiera querido saber cuántos años tendrá ella cuando yo me muera.

 Cuando las mamás asumamos que el problema no son nuestros hijos sino nosotras mismas, que aceptamos las reglas de un juego en el que estamos condenadas a perder, todas estaremos mucho más tranquilas y felices.

Hacia allí voy.

PD: no se enojen por los meses de ausencia. Mi vida, como la de ustedes, es un precioso caos.